—Su esposo murió para salvarme —le dije—. Me protegió hasta el último momento.
Ella derramó tantas lágrimas como las que yo contuve y sentí que el aire no era suficiente para devolverme las fuerzas. Sabía que no era apropiado continuar hablando de lo ocurrido y que se suponía que debíamos celebrar en lugar de lamentarnos, sin embargo, no podía dejar que todos ignoraran la valentía de aquel hombre por el cual yo tenía la oportunidad de estar allí.
—Lo alcanzaron flechas, lo atravesó una espada y aun así me alzó en brazos y me puso a salvo —le dije—. Con su último aliento me pidió que corriera, que escapara de aquella masacre y murió entre mis brazos, como un guerrero, como un padre.
Sin decir más, abrasé a la viuda que lloraba orgullosamente. Ahora los presentes sabrían que aun revivía ese fatídico día y que mi tío no era el único que pensaba que alejarme de allí era lo más prudente. Me sentí liberada, aunque triste y débil. Había olvidado por mucho tiempo esos detalles y al parecer reviviría cada instante a medida que me acercara al lugar de donde nunca debí partir. Eso me inquietó, porque sería más difícil regresar al castillo real donde ocurrió lo peor de aquel ataque.
Permití que me condujeran al interior de la fortaleza, donde bebimos y pude descansar cómodamente. No tenía ánimo para celebraciones, esperaba que me comprendieran y en cierto modo eso ayudaba a que no me vieran como a una princesa extranjera que solo cumplía con el ceremonial. Pedí al astil de la tierra que se ocupara de aceptar los regalos de los nobles en mi nombre y que les asegurara mi constante afecto, aun así, no pude evitar la cercanía de las doncellas que me contemplaban preocupadas.
—Estaré bien —les aseguré cuando abrieron el cortinado del lecho para que me acomodara—. Solo me afectó un poco reconocer a la viuda de Imssen de Katnes.
—Mañana las celebraciones la ayudarán a animarse— me dijo la rubia—. El rey y el pueblo están muy entusiasmados con su llegada.
No le contesté, ella no comprendía que precisamente en ese castillo donde preparaban una acogida digna de una reina, yo había sufrido terriblemente y por mucho que lo hubiesen transformado, siempre quedarían rasgos que me harían volver a mis pesadillas.
Agradecí los cuidados de las doncellas y les deseé buenas noches antes de cubrirme con las sábanas, aunque percibí que no abandonarían la alcoba. Me mantuve en silencio y cuando las lámparas se apagaron, aun la silueta de la pelirroja se divisaba en la antecámara.
Procuré serenarme, apartando los malos pensamientos y lo conseguí al aferrar el colgante entre mis manos. Durante un buen tiempo me entretuve reparando el rostro de mí prometido a quien conocería en solo unas horas y la esperanza regresó para hacerme suspirar. Me dormí pensando en él, imaginado las formas en las que me conduciría para demostrarme que no era su oponente, sino una mujer dispuesta a amarlo. Casi podía sentir la calidez de su cercanía cuando las doncellas me despertaron y por primera vez quise quedarme en el reino de la inconciencia, pero no era apropiado dejar esperando a los señores que habían llegado hasta la fortaleza para saludarme.
Compartí palabras amenas, recibí regalos y elogios. Respondí a saludos cargados de solemnidad, evocando constantemente las advertencias de mi tío, que siempre fue directo al prevenirme para que no rechazara tales ceremonias. Advertí que ya no me trataban solo con respeto, sino con un aire cálido, familiar. Ya era su princesa, la niñita que se salvó de la masacre y no una desconocida pretenciosa.
Los astiles me acompañaban, ocupando el lugar de las doncellas y me explicaron que les correspondía atenderme por ser, después de mí, los de más alto rango en esa festividad.
Finalmente partimos y esta vez acepté ocupar el carruaje porque el viento impetuoso me despeinaba sin miramientos y quería conservar el aspecto majestuoso que logré obtener. Me había puesto un vestido de un purpura intenso con un cinturón dorado del cual colgaban finas cadenas que terminaban en perlas, iguales a las del collar y la tiara. No me recogí el cabello porque me ayudaba a esconder el rostro cuando quería evadir las miradas indiscretas y también me servía para resaltar el parecido con mi padre. Las doncellas se veían igualmente bellas con sus trajes dorados que las identificaban como mis más cercanas y especialmente la pelirroja resaltaba sobre las otras. Ella debía tener muchos admiradores y en eso pensaba cuando me sorprendió mirándola.
—No recuerdo tu nombre —le dije, para justificar la insistencia.
—Leanne, alteza —me recordó—. Leanne de Leiamther.
—Leanne— repetí.
—Y ellas son Dinné de Shora, hija menor del astil del viento y Blehien de Fraehen, prima de su majestad…
—Prima del rey y hermana del alto señor del sol —la interrumpí, demostrándole que al menos eso si lo recordaba.
Había olvidado completamente que esa jovencita de cabellera castaña y ojos claros era prima de mi futuro esposo y al contemplarla, mi corazón cobró ímpetu. Ella era bella, gentil, muy tímida a pesar de ser de tan alta familia y eso la hacía resaltar por encima de la despampanante pelirroja y de la distraída rubia.
—Leanne, Dinné y Blehien —repasé en voz baja—. Espero acordarme, después de todo estaremos juntas por mucho tiempo.
Ellas respondieron con sonrisas y asentimientos, a pesar de que las probabilidades de que ocurriera una desgracia, aumentaban peligrosamente. Muchos deseaban mi muerte y tratarían de impedirme concebir un hijo varón que recuperara el esplendor de los Édazon. ¿Podía confiar en esas doncellas? Permanecí pensativa, meditabunda. La pelirroja era la heredera del astil del fuego y él no me apreciaba, pero nunca haría nada en contra de su rey y este me necesitaba para asegurar su corona.
El padre de la rubia era el astil del viento, un hombre sabio, respetable, muy fiel a mi familia y amado por todos, así que no tenía por qué temerle. La prima de mi futuro esposo tampoco representaba un peligro, ya que jamás dañaría a quien le beneficiaba más que nadie. No, no había enemigos aparentemente y aun así me sentía solitaria, desprotegida.
—Alteza —me llamó Leanne—, mire.
Aparté el cortinado y seguí la dirección a la que apuntaba la jovencita para divisar un velo de palomas blancas que se replegaba graciosamente, dando aviso de nuestra cercanía. Era un anuncio hermoso y muy ocurrente que me hizo suspirar.
—Desde aquí se ven las torres.
Me giré hacia la otra ventana, contemplando el despliegue de torres y murallas con las que se protegía el castillo, pero al atravesar los arcos comprendí que el cambio sería mayor de lo que imaginaba.