17

Con manos temblorosas me quité la capa y la tiara, dejándolas encima una mesa al lado del lecho, donde tomé asiento. Quería preguntarles a esas mujeres sobre los siguientes eventos para poder prepararme y lo consideré tan humillante, que me quedé sin palabras.

— ¿Todavía se mantiene en pie el panteón de mis ancestros? —indagué finalmente y en tono apagado.

La prima del rey se me acercó, sin atreverse a mirarme de frente y escuché un suspiro escapándosele entre los labios.

—No, alteza —me contestó—. Éhiel, el usurpador, lo destruyó tres años después de apoderarse del trono. El pueblo seguía viendo en los Édazon a sus señores y guías espirituales, por lo que ese bárbaro no se contuvo y temiendo a nuevas revueltas, destruyó el panteón, así como los bustos que les representaban en el castillo.

— ¿Y los cuerpos de mi familia? —indagué abrumada.

El silencio fue peor que si me hubiese dicho la verdad. No pude contenerme y me eché a llorar.  La rabia y la tristeza se mezclaban con la impotencia para hacerme miserable, débil.  No había podido hacer nada para salvar a mi familia y menos por conservar sus cuerpos. Ese desgraciado usurpador acabó con lo más valioso que tenía y ahora los años de paz no me servían para apagar la amargura que brotaba de mi pecho.

Traté de pedirles a las doncellas que se fueran y mi voz se quebró por el llanto. Me refugié detrás del cortinado, abrasándome a los almohadones sobre el lecho.

—Hay un nuevo panteón donde nuestro rey hizo construir las figuras yacentes de sus padres, alteza— me dijo la pelirroja, tendiéndome una copa con agua, pero sin mirarme de frente—. Le pediré a los astiles que dispongan una visita en cuanto sea apropiado.

Le agradecí, devolviéndole la copa vacía y me recosté, en espera de que el sueño me apartara de tanta melancolía, aunque fue imposible porque las pesadillas me hicieron gritar. Las doncellas me despertaron, muy asustadas y a pesar de que creía que no recordaba mucho sobre ese castillo, las imágenes volvieron tan exactas como las de aquel día del ataque.

Me consolé escribiéndole a mi tío para contarle del buen recibimiento del pueblo y traté de parecerle alegre, entusiasmada, o de lo contrario lo alarmaría. No mencioné el desaire del rey al no saludarme y mucho menos las discusiones con el astil del fuego, a quien distinguía como a mi principal oponente.

Me dejé peinar, acicalar, caminé por las estancias próximas para estirar las piernas y desde las ventanas contemplé esos jardines desconocidos, donde las aves a penas aparecían. No tenía temas agradables para conversar y me negaba a hacerles preguntas a esas doncellas, ya que estaría admitiendo mi ignorancia. Había caído en otra prisión, mucho más lujosa, pero igualmente ineludible y asfixiante.

Por suerte, dos días después de mi llegada, me anunciaron que era la hora de presentarles la dote a los señores y que antes del atardecer se celebraría el enlace con el rey, a quien conocería de una vez. No me negué, escogí el traje que luciría y tomé un baño largo y relajante. Tendría que controlarme. Ya estaba bien de llantos y discusiones, dentro de poco sería la reina y debía actuar como tal.

Me decidí por un traje blanco, con incrustaciones de perlas y esmeraldas en el torso, los puños y los bajos.  Entre varios que me mostraron, escogí el collar de diamantes diminutos, la tiara dorada y comparé el brillo de esas piedras con mis ojos.  Cuando me sentí complacida, le permití a las doncellas que se ocuparan de los últimos arreglos y ellas me trenzaron con hilos de oro algunos de los risos negros que me caían más allá de las caderas. 

 —Luce magnifica —me aseguró la rubiecita, con aire orgulloso—. Ya me imagino que bien le sentarán sus nuevos trajes.

 Esas palabras despertaron mi curiosidad y decidí que la interrogaría en cuanto tuviera la oportunidad, pero por el momento no podía detenerme a jugar, así que avancé hacia el corredor donde la guardia nos esperaba, impresionando con sus armaduras centellantes.

— ¿El rey estará presente en esta ceremonia? —indagué en un murmullo.

—No alteza —me contestó Blehien, deteniéndose a mi lado—. La ceremonia estará compuesta por los astiles, altos señores y nobles de imprescindible consideración.

Comenzamos a caminar por el corredor, amplio e iluminado, en cuyas paredes había retratos, grabados, banderines, un sinfín de ornamentos que hicieron entretenido el recorrido. Los olores también variaban mucho gracias a las flores de los grandes jarrones situados en las esquinas y desde los jardines llegaba el arrullo de las fuentes. Todo aparentaba serenidad, reposo, hasta que una figura se detuvo detrás de un cortinado, justo donde las hojas de las ventanas confluían.

Me adelanté cuanto pude, dejando atrás a las doncellas y aunque los escoltas alzaron sus espadas, no alcanzaron a evitar que un zarpazo me obligara a arrodillarme. El filo de una espada centelló amenazadora y repetidamente, mientras dos de los grandes jarrones eran lanzados de modo que flanquearan el paso a los guardias. Las mujeres gritaron y el eco de sus voces no me atormentó cuando detuve otro ataque con el dorso de mi brazo. Me cubrí la cabeza y le propiné una patada al osado, cuyo cuerpo empujó al del segundo. Pegué la espalda a la pared, permitiendo el paso de los hombres que inmediatamente inmovilizaron a los atacantes y con las manos procuré reordenarme el cabello. Estaba agitada, pero no había sufrido heridas.

Las voces se mesclaron ruidosamente y un par de brazos me atraparon por la espalda. Quise resistirme y entonces me giraron para quedar de frente a un joven trigueño, de encantadores ojos avellana salpicados de ámbar.

—Majestad —lo saludé, inclinándome.

Él me obligó a incorporarme y me revisó con la mayor familiaridad, asegurándose de que no estaba lastimada.

— ¿Alteza, se encuentra bien? —me preguntó.

Asentí torpemente, estaba muy impresionada y el corazón se me quería salir del pecho.

—Siento mucho que esto haya ocurrido— declaró—. Espero que no se haya lastimado, pero de ser así, podemos posponer las celebraciones.

—No es necesario— le aseguré, intentando sonreírle.

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