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Me colocaron el collar de esmeraldas cuadradas y diamantes, que mi tío me regalara años atrás y este me pareció frío al contacto. Cubrí mis hombros con la capa dorada con reborde de piel blanca, dejando mi cabellera suelta y cuya negrura resaltaba al contrastar con la bruñida corona de perlas y gemas. No perdí tiempo contemplándome, me bastó con las expresiones de las doncellas que sonreían amablemente, aunque la pelirroja contenía la envidia al evadir la mirada.

Me negué a probar alimento, estaba realmente nerviosa y al abandonar el pabellón divisé las manchas de sangre que quedaron de la noche anterior, lo que no ayudaba a que me calmara.

—Alteza, su carruaje está listo —me avisó el astil de la tierra que se apuró a recibirme.

—Hoy cabalgaré —le avisé—. Ya estoy cansada de ese carruaje y quiero ver a Hanadál cuando lleguemos.

—Es muy peligroso —rebatió, el astil del fuego apoyándose en su lanza amenazadora—. No nos arriesgaremos a que la alcancen con una de esas flechas emponzoñad
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