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La pelirroja fue la primera en alcanzarme y le hice entender que no deseaba que me flanqueara; estaba bien que yo corriera riesgo, pero no por ello pondría en peligro a otros.

Las fanfarrias se dejaron escuchar estridentemente y atravesamos las murallas de Hanadál, precedidos por el cortejo de nobles y guardias. Las armas esparcían los destellos del sol en cada dirección y el colorido era admirable, sin embargo, no esperaba ver al pueblo reunido para recibirme. Probablemente enviaron mensajeros para advertir a los señores y evitar de ese modo cualquier prueba de repudio hacia mí, cosa que lamenté.

Empezaron a escucharse aplausos, vítores y cuando cabalgué por entre la multitud, se hizo el silencio. Creí que estaban decepcionados, que les desagradaba, pero un suspiro confirmo lo contrario.  Las aclamaciones volvieron a estallar en las gargantas de esos súbditos a los que acababa de impresionar y tuve la certeza de que no fueron las joyas o la procesión, lo que les cautivó, sino los rasgos de mi padre que ahora me distinguían. Yo era una auténtica Édazon para ellos, eso no se podía negar y por más que hubiese incomodado al astil del fuego, esa era una victoria que nadie me arrebataría jamás.

— Pernoctaremos en la fortaleza de Althernon —me avisó la pelirroja—. Allí la viuda de Imssen de Katnes, antiguo alto señor del sol, nos recibirá y agasajará hasta que partamos en la mañana.  

Le agradecí con una sonrisa y volví a concentrarme en el camino. La impaciencia me consumía y faltaba mucho para que el viaje acabara, por lo que tener que detenernos en esa fortaleza solo me restaba seguridad.  Hallé consuelo en la cálida bienvenida del pueblo, el cual sorprendía a los nobles de la comitiva, puesto que no imaginaron que pudieran adorarme de ese modo. Les sonreí, agradecí las bendiciones que me prodigaban y atrapé algunas de las flores que lanzaban.  Les prometí con cada gesto que estaba allí para protegerlos y que era digna de su amor.  Los saludos aumentaron y hasta entonaron canciones. Me enorgullecía tanta pasión por parte de mis súbditos, sobre todo porque me respetaban y no escuché ofensas o reclamos. Mi tío habría estado muy feliz al ver las expresiones de los astiles cuando advirtieron que se equivocaron al asegurar que me tratarían como a una desertora. 

Todo el pasado desaparecía ante la emoción que sentían al verme, porque yo les recordaba a sus reyes perdidos y no daba la más mínima señal de cobardía.

 Finalmente alcanzamos las murallas de la fortaleza, levantada con piedras oscuras y un aire vetusto, que fue desplazado por la ostentosidad de los señores que aguardaban para saludarme.

El propio astil del fuego me ayudó a descender y le sostuve la mano, dándole a entender que quería que me presentara. Caminamos juntos, como si no nos guardáramos rencor y así quedé visible para la multitud que me reverenció seriamente.

 Agradecí la bienvenida, aceptando las llaves de la fortaleza y un hermoso escudo donde se recogía el emblema de los Édazon. Escuchamos las melodías de los músicos, prestos a recordarme esas ceremonias ya olvidadas y accedí a los halagos de los nobles.

Los regalos me ponían nerviosa, aunque no tanto como las miradas y cuidados que se ponían en agradarme.  Me sobrecogió especialmente la presencia de la viuda y al reparar en su rostro arrugado, debajo de holgadas vestiduras negras, recordé a su fallecido esposo.  Por un momento regresé a aquel fatídico día en que perdí a mi familia, pero fue la imagen del alto señor del sol lo que apareció casi tan vívidamente como en aquel entonces.

El astil del fuego me sostuvo para que no me callera y las llaves doradas se deslizaron de mi mano, en un gesto que podía ser terriblemente mal comprendido.

— ¿Alteza, se encuentra bien? —Me preguntó la pelirroja, acercándose.

No pude responderle, mi mente estaba encerrada entre el humo, los gritos y la sangre manchando cada espacio. Estaba nuevamente en el castillo real y los bárbaros atacaban con rugidos que igualaban a las bestias de la peor pesadilla que se pudiera tener.

Yo quería moverme, correr, pero tenía los pies lastimados y el temor me petrificaba por completo. Los asesinos se acercaban y antes que me encontraran, apareció Imssen de Katnes, un gentil hombre que servía a mi padre y que me alzó en brazos para huir. Sentí que las piernas se me quebraban cuando volví a presenciar como una flecha le atravesó el hombro, casi alcanzándome un ojo y eso lo obligó a soltarme.  Rodamos por el suelo frío y lleno de cenizas, en el cual permanecí para ver cómo se arrancaba la flecha y enfrentaba a un gigantón de larga melena encanecida.  Lucharon, chillaron, el intruso quería atraparme y para ello traspasó con su espada a mi protector. No pude hacer nada para ayudarlo y me arrastré, sabiendo que la muerte se reflejaba en sus ojos viciosos.

Me prepararé para morir y horrorizada comprobé que el valeroso alto señor del sol desenfundaba el arma que lo cruzaba, para cortar la cabeza del enemigo, que calló cerca de mis pies.

—Huye — me ordenó y la sangre brotó de sus labios—. Huye, princesa.

Me apuré a abrasarlo y mi cuerpo se mojó por causa de sus heridas, mas no lo solté hasta que escuché a mi tío llamándome a voces; pero esta vez no era él quien me sacaba de esa tortura sino el astil del fuego.

— ¡Alteza!

 Volví a la realidad para descubrir que me hallaba rodeada por los brazos del pelirrojo que se mostraba muy preocupado.

—Estoy bien— le aseguré nerviosamente—. Perdónenme, no quería interrumpir la bienvenida, pero…he recordado algo que habría preferido mantener en el olvido.

La viuda conformaba el pequeño grupo que me rodeaba y le ofrecí la mano para que la tomara entre las suyas.

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