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La pelirroja fue la primera en alcanzarme y le hice entender que no deseaba que me flanqueara; estaba bien que yo corriera riesgo, pero no por ello pondría en peligro a otros.

Las fanfarrias se dejaron escuchar estridentemente y atravesamos las murallas de Hanadál, precedidos por el cortejo de nobles y guardias. Las armas esparcían los destellos del sol en cada dirección y el colorido era admirable, sin embargo, no esperaba ver al pueblo reunido para recibirme. Probablemente enviaron mensajeros para advertir a los señores y evitar de ese modo cualquier prueba de repudio hacia mí, cosa que lamenté.

Empezaron a escucharse aplausos, vítores y cuando cabalgué por entre la multitud, se hizo el silencio. Creí que estaban decepcionados, que les desagradaba, pero un suspiro confirmo lo contrario. Las aclamaciones volvieron a estallar en las gargantas de esos súbditos a los que acababa de impresionar y tuve la certeza de que no fueron las joyas o la procesión, lo que les cautivó, sino los ras
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