—Tus señores afirman que puedes destruir a los bárbaros, como los soldados de Áthaldar no son capaces de hacer— le dije—. Si consigues vencerlos, te dejaré en libertad y perdonaré tus faltas.
Los murmullos se hicieron insoportables y los aquieté con un ademan, antes de ordenar que dejaran en libertad a los dos guerreros escogidos, que tantos meses llevaban encerrados en las mazmorras del castillo real.
—El que resulté vencedor, será libre— sentencié.
Inmediatamente los dos colosos se lanzaron a luchar y a pesar de no tener más armas que los puños, tomaron ventaja con golpes certeros. Los gritos, el jadeo y los movimientos precipitados, hicieron que el siervo de los nobles fuera despedazado cruelmente, para horror de las doncellas que no soportaban semejante atrocidad, mas yo insistía en tener la mayor cantidad de testigos posibles y cuando los bárbaros quedaron solos en medio del ruedo, supe que tendría muy pronto la victoria.
—Los grandes señores de este reino han sido engañados— dec