Las puertas de vidrio se abren con su clásico zumbido suave, pero para mí suenan como una sirena de alerta. La recepción de la agencia está exactamente igual: pulcra, moderna, con ese aire de “acá solo entra gente que sabe lo que hace”. Pero hoy, mientras atravieso el umbral junto a Alejandro, siento que no pertenezco.
Nuestros pasos suenan más fuertes de lo normal. Quizá sea mi paranoia. O quizá sea que cada escritorio por el que pasamos parece detenerse un microsegundo. El murmullo constante de teclas, teléfonos y comentarios se transforma en un murmullo distinto. De ese que nace cuando algo —o alguien— confirma un rumor que lleva días flotando en el aire.
Y nosotros, entrando juntos por la puerta principal, con café en mano, bien vestidos y quizás todavía oliendo a perfume de hotel caro… somos el combustible perfecto.
—¿Todos siempre nos miran así o es especial por hoy? —susurro sin mirarlo, tratando de mantener la dignidad mientras esquivo miradas.
—Diría que es un poco de ambas —r