La sala del Consejo, con sus paredes de madera oscura y sus ventanales que dejaban entrar la luz plateada de la luna, nunca había estado tan llena. Los miembros de la manada se apretujaban hombro con hombro, sus rostros tensos reflejando la gravedad del momento. Helena observaba desde un rincón, sintiendo el peso de todas las miradas que se desviaban hacia ella cuando creían que no se daba cuenta.
Darius se erguía en el centro de la estancia, su figura imponente recortada contra el fuego de la chimenea. La luz de las llamas arrancaba destellos cobrizos de su cabello negro y proyectaba sombras danzantes sobre los planos angulosos de su rostro. Sus ojos, del color del ámbar líquido, recorrieron la sala hasta encontrarse con los de Helena.
—Os he convocado esta noche —comenzó, su voz profunda resonando en cada rincón— porque ha llegado el momento de aclarar los rumores que corren entre nosotros.
Un murmullo recorrió la sala. Helena sintió que su corazón se aceleraba. Sabía lo que vendría