La sala del Consejo se había convertido en un campo de batalla donde las palabras cortaban como dagas. Los ancianos vampiros, sentados en sus tronos de ébano tallado, miraban a Darius con una mezcla de desprecio y temor. La noticia de otra masacre en el distrito norte —veintidós vampiros desangrados hasta la muerte, con sus corazones arrancados— había sido la gota que colmó el vaso.
—¡Es suficiente! —bramó Elazar, el más antiguo del Consejo, golpeando su bastón contra el suelo de mármol—. La sangre de nuestros hermanos clama venganza. La humana debe ser entregada como ofrenda.
Helena permanecía de pie junto a Darius, con el corazón martilleándole en el pecho. Sentía las miradas de todos sobre ella, evaluándola como si fuera ganado en un matadero.
—La chica es la clave —continuó Morgana, la única mujer del Consejo, con voz sedosa pero letal—. Los oráculos han hablado. Su sangre es el catalizador de esta maldición. Si la entregamos al clan Valaquia, quizás podamos negociar una tregua.
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