La sala del Consejo quedó en silencio cuando el último de los ancianos terminó de hablar. Darius permanecía de pie, con los puños apretados y la mandíbula tensa, mientras las palabras flotaban en el aire como dagas envenenadas.
—La manada necesita estabilidad, Darius —insistió Morgana, la más antigua del Consejo—. Sin una compañera marcada, tu posición como Alfa queda vulnerable. Los clanes rivales lo saben, y los jóvenes de nuestra propia manada comienzan a cuestionarse tu compromiso.
Darius recorrió con la mirada a cada uno de los siete miembros del Consejo. Sus rostros, curtidos por siglos de existencia, mostraban la misma expresión severa.
—Helena no es un simple peón en vuestro tablero político —respondió con voz grave—. La marcaré cuando ambos estemos preparados, no cuando os convenga.
Thorne, el consejero más cercano a Darius, se levantó con pesadez.
—No es cuestión de conveniencia, sino de supervivencia. Los rumores sobre la maldición de su linaje se extienden como la niebla.