El círculo ritual se alzaba como una herida abierta en medio del claro. Siete antorchas de fuego azul marcaban los puntos cardinales y sus intersecciones, mientras la luna, antes plateada y brillante, comenzaba a teñirse de un rojo enfermizo que parecía gotear sobre el bosque. Ayleen permanecía en el centro, con los pies descalzos sobre la tierra fría y el vestido blanco de lino ondeando suavemente, como si una brisa invisible lo acariciara.
El Consejo de Ancianos observaba desde la periferia. Rostros severos, ojos que habían visto demasiados ciclos lunares, demasiadas amenazas. Darius se mantenía entre ellos, pero su postura era la de un depredador contenido: hombros tensos, mandíbula apretada, puños cerrados con tanta fuerza que sus nudillos habían perdido todo color.
—Comienza el ritual de la Revelación Lunar —anunció el druida, un hombre de edad indeterminada cuya piel parecía hecha de corteza de árbol—. La sangre hablará esta noche.
Ayleen sintió el primer latigazo de calor recor