Astaroth
Morir.
Qué palabra tan absurda para alguien como yo.
Mi bestia creyó que al atravesarme con sus propias manos me había condenado al olvido eterno. Pobrecito… qué ingenuidad la de los ángeles, siempre tan convencidos de que su justicia divina puede apagar lo que no entienden.
No era un demonio cualquiera. Yo era el demonio. El rey del Averno, el único que alguna vez logró unir a bestias, sombras y espectros bajo un mismo trono.
Cuando me arrancó el corazón, si es que puede llamarse corazón a esa cosa que late solo para odiar, no me extinguí. Parte de mi esencia quedó a la deriva, como una chispa en medio del vacío.
Y allí floté. Esperando. Alimentándome del rencor de los condenados, del eco de los que lloraban mi nombre sin siquiera saberlo.
Hasta que llegaron ellas.
Brujitas patéticas, con más ansias de poder que neuronas. Invocaron algo que no podían controlar, y yo respondí. No porque me importaran, sino porque necesitaba un vehículo para mi regreso.
Qué divertido fue ver