Me quedé un momento con la agenda en las manos.
No quería soltarla.
Tampoco quería abrazarla.
Era una mezcla extraña.
La puso sobre la mesa del despacho y la abrí otra vez en las páginas centrales. Había nombres. Apellidos. Teléfonos. Direcciones. Notas escritas a un lado.
“Alfa Rasmussen. Firme pero justo.”
“Familia Sølvberg. Dudosos. Revisar.”
Cada línea era un pedazo de la vida de mi padre que yo no había visto.
—Aquí está todo —dije en voz baja—. Nombres de alfas. Antiguas alianzas. P
Eiden miró por encima de mi hombro.
—Esto puede servir —comentó—. Habrá quien ya esté muerto. Habrá quien no quiera saber nada de ustedes. Pero también puede haber lobos que odien a Daren tanto como tú.
—Tanto como nosotros —corregí.
Él asintió.
—Tanto como nosotros —repitió—. Pero, Alana… no creo que esta casa sea buena para ti.
Levanté la vista de la agenda.
—¿Por qué lo dices? —pregunté, aunque sabía la respuesta.
Eiden se apoyó en la mesa, frente a mí.
—Has vivido demasiado aquí —dijo—. Cosas bue