Eran casi las seis de la tarde cuando abrí el armario de mi habitación.
El olor a humo seguía ahí, mezclado con polvo y madera húmeda. La guerra había pasado por la casa, pero no la había destruido del todo. Había partes quemadas. Habitaciónes enteras negras. Otras, como la mía, estaban todo desordenadas, pero seguían en pie.
Las flores secas del florero estaban tiradas en el suelo. El cristal del jarrón roto en pedazos. La cómoda tenía una esquina chamuscada. El espejo tenía una grieta larga en un lado. Una cortina estaba medio arrancada, sucia de hollín.
Mi hogar.
O lo que quedaba de él.
Abrí el armario y vi mi ropa. Algunas prendas estaban intactas. Otras tenían manchas de humo o quemaduras en las puntas. Tomé una mochila de tela que estaba en el fondo y comencé a guardar lo que podía rescatar.
Un par de jeans. Tres camisetas. Dos suéteres. Ropa interior. Unas botas que aún servían.
Doblé todo como pude. Mis manos temblaban un poco. No por esfuerzo. Era otra cosa. Una presión en el