Habían pasado cinco días.
Estaba vestida de blanco.
El vestido era largo, con mangas de encaje y una tela que caía como agua. Era casi igual al que mi madre usó cuando se casó con mi padre. Lo recordaba bien. Había visto esas fotos mil veces, cuando todavía creía que el amor era algo que duraba.
Me miré en el espejo y sin darme cuenta, empecé a llorar.
Las lágrimas cayeron sin ruido. No supe en qué momento me rendí.
Me senté en la cama y miré a mi alrededor.
Era una habitación enorme.
Una mansión. Más grande que la de mi familia en Azulejas.
Las paredes eran blancas, del mismo tono hueso que los vestidos de las doncellas que cruzaban los pasillos.
El techo alto, las cortinas pesadas, los muebles de madera pulida.
Todo estaba en orden, limpio, perfecto.
Demasiado perfecto para alguien que sentía que se moría por dentro.
La puerta se abrió sin que yo dijera nada.
Una joven entró con paso lento. Llevaba un delantal claro y el cabello recogido en una trenza.
—Buenos días, señorit