Trish volvió por mí cuando el reloj marcó la hora.
—Es momento —dijo.
Asentí. Me levanté despacio. El vestido pesaba. Caminé hacia la puerta con cuidado para no pisarlo. Trish abrió y me dejó pasar. Dos guardias esperaban afuera. No me tocaron. Se limitaron a caminar un paso por delante y otro por detrás. Trish iba a mi lado, con la vista baja.
Bajamos por una escalera ancha. Las barandas eran de madera clara. Había flores blancas en jarrones altos. Todo estaba impecable. Cada detalle había sido colocado para que nada saliera del orden. Me sostuve del pasamanos. Sentía las piernas débiles. No sabía si era por el peso del vestido, por la falta de comida o por miedo. No importaba. Seguí bajando.
Las puertas del salón principal estaban abiertas. Dos filas de invitados llenaban la sala. Hombres y mujeres con trajes formales, colores sobrios, telas caras. Algunos llevaban capas, otros medallas con símbolos de sus manadas. Los vi hablar en voz baja. Vi miradas rápidas, gestos tensos. No pud