Capítulo 14
El agua tibia había borrado la ceniza y el miedo de mi piel, pero no los pensamientos.

Me vestí con la ropa que me trajeron: una blusa azul con bordes de encaje y una falda de lino limpia. El cabello, suelto, caía sobre mis hombros, cubriéndome la marca. Por un instante me vi en el reflejo metálico del cuenco donde aún flotaba un hilo de agua. Aquella mujer no parecía yo.

Tomé aire. Debía hablar con él.

Con mi padre.

El Cántaro se sentía distinto aquella mañana; más callado, más vigilante. Los murmullos de los guardas se mezclaban con el eco de pasos apresurados y el rumor de una guerra que, aunque no se veía, ya se respiraba.

Encontré a mi padre sentado mirando el fuego.

Aun herido, imponía respeto: su espalda recta, las manos grandes que habían empuñado armas y protegido un linaje entero.

Por un momento dudé en interrumpirlo.

—Padre… —mi voz sonó suave, pero él giró de inmediato.

Sus ojos, cansados, se iluminaron al verme.

—Alana. Estás… —trató de sonreír—. Estás de pie.

Me ace
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