Despertó antes del amanecer.
El Cántaro seguía en silencio.
Cuando abrí los ojos, él me miraba.
—¿Desde cuándo estás despierto? —pregunté.
—Desde antes de que abrieras los tuyos. —Su voz sonaba ronca, gastada.
Eiden se incorporó despacio. La manta cayó hasta su cintura. Tenía el pecho cubierto de vendas limpias, y el sudor le marcaba la piel. Su cabello, oscuro y revuelto, le caía sobre la frente. La luz azul de la cueva le iluminaba los pómulos y hacía brillar sus ojos, de un gris que a veces parecía plata.
—Tienes fiebre todavía —dije.
—Y tú no dormiste —respondió, sin apartar la vista.
No supe qué contestar.
Había pasado toda la noche a su lado, escuchando su respiración, esperando que no dejara de hacerlo.
—Ayer dijiste un nombre —me atreví a decir—. Ilia.
Eiden parpadeó.
—¿Lo dije?
—Sí.
Guardó silencio. Sus dedos apretaron el borde del lecho, tensos.
—¿Qué más escuchaste?
—Solo eso —mentí.
—Entonces olvídalo.
Negué con la cabeza.
—Era el nombre de mi madre. No puedes