El Cántaro estaba en calma.
Las antorchas iluminaban los pasillos con un brillo tenue que hacía parpadear las sombras sobre las paredes de piedra pulida.
El aire era seco, impregnado con un aroma a metal y tierra vieja.
Reyk había insistido en quedarse conmigo, pero terminó vigilando desde el corredor.
—Si pasa algo —me dijo antes de irse—, grita. Vendré con Leo.
Asentí.
No quise decirle que algo en mí no quería que se acercara a Eiden. No todavía.
El lugar no era una cueva común.
Era una fortaleza antigua construida dentro de la montaña, con salas amplias, columnas talladas y puertas de hierro reforzado.
El agua corría por canales en el suelo, movida por algún sistema subterráneo que seguía funcionando después de siglos.
Todo tenía un propósito, incluso el silencio.
Eiden dormía en una cama baja, hecha de piedra cubierta con pieles limpias.
Respiraba con dificultad, el cuerpo aún marcado por la fiebre.
La luz de las antorchas se reflejaba en su piel, dándole un brillo pálido.