Al día siguiente, el grupo retomó su marcha. El bosque seguía denso, pero algo en Aeryn había cambiado. Después de llorar, después de desahogar todo su dolor, se sentía más ligera. No curada. No entera. Pero sí más fuerte. Como si su alma, al vaciarse, hubiera hecho espacio para reconstruirse.
El viento del norte traía consigo un olor agrio a humo y sangre cuando Aeryn, Sareth y Varzum descendieron por el paso estrecho que conducía a la aldea de Brumavelo. La escena ante ellos era un caos: techos incendiados, gritos de niños, y siluetas pequeñas y feroces que corrían entre las casas saqueando y destruyendo. Duendes salvajes, con ojos brillantes y piel ceniza, atacaban con brutalidad.
Aeryn no pensó. No lo necesitó.
—¡Shânkar! —llamó a su lince lunar, que saltó al frente con un rugido.
Sareth desenvainó sus espadas y se lanzó a la refriega, seguido por Varzum, que conjuraba escudos de energía para proteger a los aldeanos.
Aeryn alzó las manos. Sintió el calor subir por su pecho, l