El sol se filtraba entre los altos muros de la fortaleza cuando Darién dobló por uno de los pasillos internos. Iba en dirección a sus aposentos, repasando mentalmente el resto de su jornada, cuando un griterío de risas infantiles lo hizo detenerse de golpe.
—¡Cuidado enanos! —exclamó con una sonrisa, justo antes de que tres niños, con una enorme canasta de frutas, pasaran corriendo frente a él… solo para tropezar y hacer volar manzanas, uvas y duraznos por el suelo.
Los pequeños se miraron entre ellos con cara de susto, pero Darién soltó una risa baja y se agachó para ayudarlos.
—Vamos, antes de que sus madres se enteren.
—¡Gracias, señor Alfa! —dijo una niña con trenzas, extendiéndole un durazno como premio.
Darién lo aceptó con una sonrisa cálida.
—Un regalo digno del esfuerzo —dijo, mordiéndolo despreocupadamente mientras los niños se perdían otra vez entre los pasillos.
No vio la figura espiando desde las sombras, ni la sonrisa de triunfo que se dibujaba bajo una cap