Darien la buscaba como un lobo hambriento. Recorrió los pasillos, los patios de entrenamiento, incluso la cocina, con las pupilas dilatadas y el corazón latiendo como un tambor de guerra. La necesitaba. Ya. Sería la tercera vez del día, y aún así, el deseo no se apagaba. Ya habían pasado los cinco días indicados por el sabio. El tiempo de fecundación, como lo llamaba aquel anciano de lengua amarga. El conjuro había sido recitado en cada encuentro, con la precisión de un ritual sagrado. Y, aunque el hechizo ya estaba cumplido, su cuerpo seguía reaccionando con la misma urgencia feroz de los primeros días. Pero no era solo deseo lo que lo impulsaba ahora. Darien había notado algo más. Algo que al principio creyó ilusión… pero que ya no podía ignorar. Después de cada vez que la tomo, me siento más fuerte. Más centrado. Más seguro. Como si su fuego me alimentara, como si parte de su energía pasara a mí. No podía explicarlo, pero lo sentía en los huesos. Su cuerpo se regeneraba m
Darien se quedó inmóvil en medio del jardín, mirando la dirección por la que Aeryn había desaparecido entre los árboles. Su cuerpo aún ardía, su deseo rugía bajo la piel, pero su pecho… ese estaba pesado, dolido. Las palabras de ella lo habían atravesado como una garra certera, sin rabia, pero con verdad. Y eso dolía más. Tardó varios minutos antes de ir tras ella. No porque no quisiera, sino porque no sabía cómo acercarse sin parecer lo mismo que ella acababa de rechazar. Él, el Alfa, el que todos veían fuerte, seguro, dominante… se sentía pequeño frente a su propia necesidad. Cuando por fin llegó a sus aposentos, empujó la puerta con cautela. El interior estaba en penumbra, iluminado solo por la tenue luz de una vela. Allí estaba Aeryn, acostada de lado sobre la cama, arropada hasta la barbilla con tres capas de ropa de dormir: una túnica larga de lino, encima otra más gruesa de lana suave, y hasta una capa ligera por si acaso. Él arqueó una ceja, sorprendido. Se mordió el labio
Habían pasado dos semanas desde que Darien había dado un paso atrás con su deseo al menos en frecuencia, controlando el impulso voraz que durante días la había dejado exhausta, casi vacía. Aeryn agradecía ese respiro. Su cuerpo, aunque aún resentido, comenzaba a recuperar algo de su esencia. Sus pasos eran más firmes, su voz volvía a tener el filo suave que dominaba sin alzarla, y sus ojos, aunque cargaban sombras, brillaban con mayor claridad. Y sin embargo, todavía no se sentía del todo libre. Cada noche, aún con su magia bajo control, el collar de Nareth seguía ajustado a su cuello, limitando el torrente de poder que ardía bajo su piel. A veces, se encontraba acariciándolo con los dedos, deseando quitárselo… aunque sabía que no podía. Su fuego era peligroso, y si despertaba por completo antes de tiempo, podría hacerle más daño del que ya había sufrido. Y luego estaban los sueños. Llamados de algo lejano, antiguos, oscuros. Voces de sangre y ceniza que la buscaban mientras dorm
Aeryn guardó silencio. No por miedo, sino por estrategia. No confrontó a Darien. No mencionó su sospecha ni su certeza. Se limitó a observarlo. Cada gesto, cada palabra, cada excusa disfrazada de preocupación. Lo conocía. Lo amaba. Y por eso, también sabía cuándo mentía, aunque no dijera ni una sola palabra falsa. Durante cinco días se mantuvo distante. Evitó sus caricias. Se escabulló de sus abrazos con justificaciones suaves: “Estoy cansada. Me duele la cabeza. Necesito meditar.” Y cada noche, cuando él intentaba acercarse, su cuerpo se cerraba como una flor marchita antes del amanecer. No era rechazo… Era prueba. ¿Cuánto duraría su interés si no podía alimentarse de ella? Darien no lo entendía al principio. Al segundo día intentó hacerla reír, le llevó dulces, le preparó un baño tibio. Al tercero comenzó a frustrarse. Al cuarto, se encerró a entrenar con furia. Y al quinto… llegó con un sanador. —Aeryn, basta —dijo Darien con la voz más firme que había usado en días—. H
Aeryn se mantuvo firme unos segundos más tras su declaración, con la sonrisa intacta en los labios y los ojos fijos en los rostros de aquellos que se habían atrevido a sugerir que una Luna debía esconderse tras las cortinas durante su gestación. Su porte era majestuoso, casi desafiante. Su vientre apenas mostraba cambio alguno, pero su energía llenaba el salón como si fuera una reina consagrada por la propia Luna. Sin pedir permiso, sin esperar el cierre formal de la sesión, se puso de pie con toda la confianza del mundo. Su túnica ondeó suavemente al moverse, y al girarse, las miradas de los ancianos se clavaron en su espalda como dagas... o como oraciones mudas. El sonido de sus pasos se alejó por el pasillo principal. Firme. Lento. Soberano. Por un instante, todo quedó suspendido. Entonces, como quien no puede contener la ironía, Aldrik soltó una risa baja, casi gutural, sin mirar a nadie en particular. —Suerte lidiando con el mal genio de una embarazada —comentó, con un
La sala baja del antiguo ala del consejo olía a incienso de raíces oscuras y a estrategias podridas. Aldrik se mantenía de pie junto a la mesa de mármol negro, los dedos trazando líneas invisibles sobre el mapa de la manada. Frente a él, Elaria aguardaba en silencio, el ceño fruncido, los brazos cruzados. Su cabello dorado caía sobre los hombros como una corona torcida, y en sus ojos ardía un fuego diferente al de Aeryn: uno hecho de envidia y ambición. —Así que parte esta semana a su nuevo puesto en la frontera —dijo Aldrik, sin mirarla aún—. Justo a tiempo para cumplir con tu verdadera función. Elaria apretó la mandíbula. —¿Tiene que ser ella? ¿Justo ahora? —escupió con desdén—. ¿Un heredero, de todas las cosas? ¿Eso es lo que me quitó todo? Aldrik sonrió sin alegría. —No, hija. Lo que te lo quitó fue la Luna equivocada con el linaje correcto… y la insolencia de no saber cuál era su lugar. Se giró hacia ella, sus ojos oscuros chispeando con cálculo. —Pero ahora tenemos una o
Oscuridad. Sangre. Silencio. Así comenzó mi caída… y también mi renacer.El frío calaba mis huesos, pero no tanto como la traición que se incrustaba en mi alma como un cuchillo oxidado. Arrodillada en medio del claro, con las muñecas atadas y la dignidad hecha trizas, me convertí en espectáculo de burla para aquellos que alguna vez llamé mi manada. La luna brillaba sobre mi rostro herido, indiferente a la injusticia que presenciaba. Era la única que no me había abandonado.—Por atentar contra el futuro de la manada, Aeryn, hija de nadie, es desterrada —sentenció Darien, el Alfa, la voz que alguna vez me susurró amor ahora sonaba como un verdugo sin alma.No tembló. No titubeó. Su mirada era hielo, pero yo conocía lo que se ocultaba detrás. O creía conocerlo. Su frialdad no era solo liderazgo, era desprecio. Era odio cuidadosamente disfrazado de deber.Y luego, como si no fuera suficiente, me escupió la última daga:—Considérate afortunada de que no opte por asesinarte. Eres una loba q
6 meses antes del destierro AERYNEl aire olía a tierra mojada, a madera húmeda, a cambio. La unión de las manadas era inminente, un acto forzado por la necesidad, no por la voluntad. La plaga había devorado a los nuestros sin piedad. Sombranoche había quedado reducida a poco más que una sombra. Yo incluida. La manada Sombranoche había sido casi extinguida por la plaga. Quedábamos tan pocos que el consejo decidió unirnos a una manada más grande, los Lobrenhart. Era eso… o la extinción. A mis 23 años, no quedaba rastro de la cachorra asustada que fui. Mis padres habían muerto hacía dos inviernos cuando inicio la plaga. No había tiempo para llorar. No me quedó nadie... excepto los recuerdos y el mechón de cabello que siempre debía cortar. La única parte de mí que parecía no pertenecer: plateado, brillante, puro en medio de cabello rojo sangre. Me lo arrancaban cada luna llena, decían que era para que no dijeran que estaba maldita . Esa noche era luna llena sabia que antes del amanece