El amanecer comenzaba a asomar sobre las montañas, pintando de gris las murallas de Lobrenhart. En la cámara central del templo, Nyrea yacía aún suspendida, flotando apenas sobre el altar de obsidiana, envuelta en hilos de luz lunar y fuego contenido.
Darién no se había movido de su lado en toda la noche.
Sentado junto a ella, con una mano sobre la de su compañera, la otra sobre su abdomen templado, le susurraba palabras que no sabía si ella podía oír.
—Hoy vuelves a mi loba mía… —murmuró, su voz ronca por la vigilia—. Vas a despertar. Y nada volverá a tocarte.
A unos pasos, Valzrum terminaba de organizar los elementos rituales, acompañado por dos sabios y una joven sacerdotisa que sostenía una antorcha viva. Todo estaba listo para cuando el sol besara por completo las cumbres.
Pero entonces…
Darién se quedó sin aire.
Como si una mano invisible le hubiese arrancado los pulmones, se inclinó hacia adelante, jadeando, el rostro pálido, el cuerpo temblando.
—¿Darién? —Valzr