El amanecer cayó sobre ruinas humeantes.
Brumavelo ya no existía. No como aldea. No como hogar.
Las murallas eran escombros. Las casas, un paisaje de madera carbonizada y piedra suelta. Lo poco que no fue quemado, fue desgarrado por garras o derribado por la bestia maldita que Aldrik soltó antes de marcharse.
Pero bajo tierra…
La vida aún ardía.
Uno a uno, los sobrevivientes emergieron de los túneles, cubiertos de polvo, con los ojos hinchados por el humo y el alma desgarrada por la pérdida.
Darel fue el primero en subir. Miró alrededor. El silencio era insoportable.
Y sin embargo, se mantuvo firme.
—No queda nada… —susurró alguien detrás de él.
Darel negó lentamente con la cabeza.
—Sí queda. Quedamos nosotros. Y eso es todo lo que Brumavelo necesita para existir.
A su alrededor, los demás comenzaron a salir: guerreros heridos, madres abrazando a sus hijos, curanderos cargando a los ancianos.
No había paredes, pero sí voluntad.
No había altar, pero sí fe.
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