El cielo aún era gris cuando el primer cuerno sonó entre los árboles.
En lo alto de las murallas, los arqueros de Brumavelo se tensaron. Sus ojos escudriñaban la niebla, sabiendo que no era niebla lo que venía… sino guerra disfrazada de sombra.
—¡Mantengan la línea! —gritó Darel, el beta de la aldea—. ¡Que nadie dispare hasta que crucen los límites!
En el centro del pueblo, la Llama Sagrada ardía en silencio, sus llamas azules vibrando suavemente. Las runas grabadas en los bordes de los caminos brillaban con un resplandor cálido, casi imperceptible.
Y entonces, la primera línea del ejército de Aldrik irrumpió desde el bosque.
Gritos. Cadenas. Espadas levantadas.
Avanzaron con furia, pisando los campos húmedos, cruzando la última línea de árboles… y entonces ocurrió.
El suelo tembló.
Un rugido sordo brotó de las piedras mismas.
Y la Llama despertó.
Desde los límites de la aldea se alzó un círculo de fuego puro, una barrera viva que no era solo defensa, sino juicio.