La noche en Lobrenhart caía pesada, como si el cielo supiera que algo se gestaba bajo su amparo. Las antorchas en la antigua sala del ala norte chispeaban apenas, lo justo para que los rostros no se vieran con claridad. Solo los ojos brillaban. Ojos de ambición, de resentimiento, de miedo disfrazado de lealtad.
Aldrik estaba de pie frente a un mapa antiguo, sostenido por ganchos oxidados sobre una pared cubierta de pieles. Sus dedos recorrían los caminos como si fueran venas abiertas, buscando el punto exacto donde haría sangrar el corazón de la manada.
—Así que sobrevivió —escupió con desprecio—. El idiota de mi nieto... rescatado de las fauces de la muerte por una loba con el vientre hinchado. ¡Y todavía lo llaman el Alfa legítimo!
Uno de los presentes, un exconsejero caído en desgracia, se atrevió a hablar:
—La llama de ella... fue vista desde kilómetros. Dicen que la muerte misma se apartó de su paso.
Aldrik rió, seco, hueco.
—No fue la muerte la que se apartó. Fue la