El aire dentro del salón de guerra de Vyrden estaba cargado, no por el humo de la fogata central, sino por el peso de lo que estaba por decidirse.
Kaelrik, firme en su silla de piedra tallada, observaba uno a uno a los presentes. A su izquierda, Nyrea estaba erguida, con la mirada tan afilada como la luna creciente que brillaba sobre la cúpula abierta del techo. A su lado, Darién, aún con rastros de debilidad en su porte, mantenía la espalda recta. Sareth, de pie al fondo, cubierto por un abrigo de viaje, miraba a todos con ojos de soldado cansado, pero leal.
—La llama no busca conquistar —dijo Nyrea finalmente, su voz quebrando el silencio—. Solo castigar al traidor.
—Aldrik no es la ciudad —añadió Darién—. Y la ciudad no merece pagar por sus pecados. No más fuego. No más huérfanos. Solo justicia.
Uno de los betas de Kaelrik, un hombre de edad llamado Tyros, alzó la voz con cautela.
—¿Y si el consejo de Lobrenhart lo protege? ¿Si Cael no puede contenerlo?
Kaelrik respondi