El sol apenas asomaba entre las montañas cuando los cascos de los caballos resonaron sobre la tierra agrietada. El aire era denso, cargado de un silencio anormal. Solo el viento parecía atreverse a hablar… y lo hacía arrastrando el olor del humo antiguo.
Nyrea cabalgaba al frente, la capa abierta flotando como una estela de sombra y fuego detrás de ella. Cuatro lunas marcaban su vientre redondo, pero su espalda seguía erguida, la mirada fija en el horizonte.
A su lado, Valzrum no decía nada. Sabía que las palabras eran innecesarias. La llama dentro de ella hablaba por sí sola.
Al llegar al primer poblado en ruinas, no desmontó. Solo observó. Las casas eran ceniza y estructura quebrada. Las marcas en las piedras —quemaduras profundas, cruces rotas, garras que rasgaron madera— hablaban con más claridad que cualquier testigo.
—¿Cuántos eran? —preguntó con voz baja a uno de los sobrevivientes, un anciano que apenas sostenía la vida.
—No… no sé, mi señora —balbuceó el hombre, tembland