El alba había teñido los cielos de Brumavelo con tonos dorados y fríos, pero para Nyrea, no había luz. Solo vacío.
Estaba en su habitación, aún vestida con la túnica de la noche anterior, los cabellos sueltos cayéndole sobre los hombros como sombras pesadas. El aire en la cabaña era espeso. Silencioso. Demasiado silencioso.
Llevaba horas —quizás más— sentada frente a la ventana, los ojos fijos en la distancia, como si pudiera atravesar las montañas con la mirada. Pero no eran sus ojos lo que usaba.
Era el vínculo.
Una, dos, tres veces… había intentado alcanzarlo.
Y nada.
Ni un susurro. Ni una emoción fugaz. Ni siquiera una señal tenue.
Solo el vacío.
Nyrea apretó con fuerza el medallón de pareja entre sus dedos, hasta que la piel se le tornó blanca. El objeto vibraba débilmente, como si supiera que algo estaba mal… pero no podía decirle qué.
—Darién… por favor… —susurró, con la garganta reseca por la falta de lágrimas—. Responde… solo dime que sigues allí.
Un estremecimiento