El estallido fue brutal.
El choque entre la espada ígnea de Darién y el hacha maldita de Brelkha lanzó una onda expansiva que barrió el campo como una ola de fuego. Guerreros de ambos bandos cayeron al suelo, aturdidos, desorientados, con los oídos zumbando y la tierra temblando bajo sus cuerpos.
Darién, jadeando, perdió de vista al enemigo.
Se incorporó apenas, el sudor y la ceniza pegados a su piel desnuda, los pulmones ardiendo. Un rugido entre los escombros le hizo girarse, instintivamente alzando su arma.
—¡Eh, tranquilo! —la voz era conocida, aunque venía con una sonrisa ladeada—. No soy tan feo como para confundirme con ese bastardo.
Kaelrik apareció entre la polvareda, con una capa vieja que arrancó de un cadáver.
—Ponte esto —le lanzó la tela a Darién mientras vigilaba los alrededores—. No queremos que la próxima onda expansiva venga de las lobas que te vean así.
Darién gruñó con una sonrisa apenas perceptible, envolviéndose con rapidez mientras se ponía de pie.