Desde su coronación como Luna, Aeryn había experimentado una transformación más profunda de lo que jamás imaginó. No solo en poder, sino en cómo la miraban. Donde antes había desconfianza, ahora había respeto. Algunos incluso se inclinaban ante su presencia sin que ella lo pidiera. Era como si su linaje hablara por sí solo, como si los lobos, sin saber por qué, sintieran que debían seguirla. Había aprendido a caminar entre ellos con la frente en alto, a dar órdenes con firmeza y a escuchar con atención. Las jóvenes la buscaban como guía; los ancianos, con una mezcla de temor y admiración. Incluso los guerreros más renuentes a aceptar a una hembra como figura de mando, ahora bajaban la cabeza ante su voz. Pero no todo era armonía. Durante una reunión de estrategia con los líderes de las patrullas, Aeryn propuso una redistribución de los puestos de vigilancia en la frontera sur, tras detectar un patrón inusual en los reportes. Darien, que había llegado tarde, no estuvo de acuerdo. Su
Darien se despertó antes que el sol. Su pecho subía y bajaba con lentitud contenida, pero su mente ya era un torbellino de deseo, ansiedad… y estrategia. Aferraba el frasco oculto bajo su túnica como si de él dependiera no solo el futuro de la manada, sino el suyo propio. Ella brilla más cada día… y yo la estoy perdiendo. No a otra persona. A su fuego. A su linaje. A algo que yo no puedo controlar. La idea lo carcomía desde lo más profundo. Verla imponerse con tanta naturalidad, incluso ante los más veteranos, era como ver su lugar derrumbarse poco a poco bajo sus pies. No la odio, se repetía con desesperación. La amo... la amo más que a mí mismo. Pero con cada gesto de liderazgo inconsciente, con cada mirada que antes era para él y ahora buscaba a Aeryn, sentía que su sombra crecía… y que él se desvanecía dentro de ella. Necesito traerla de vuelta. Necesito atarla a algo más profundo. A algo mío. Cuando Aeryn despertó, aún adormilada por el sueño, él ya tenía todo preparado. Pan
Darien la buscaba como un lobo hambriento. Recorrió los pasillos, los patios de entrenamiento, incluso la cocina, con las pupilas dilatadas y el corazón latiendo como un tambor de guerra. La necesitaba. Ya. Sería la tercera vez del día, y aún así, el deseo no se apagaba. Ya habían pasado los cinco días indicados por el sabio. El tiempo de fecundación, como lo llamaba aquel anciano de lengua amarga. El conjuro había sido recitado en cada encuentro, con la precisión de un ritual sagrado. Y, aunque el hechizo ya estaba cumplido, su cuerpo seguía reaccionando con la misma urgencia feroz de los primeros días. Pero no era solo deseo lo que lo impulsaba ahora. Darien había notado algo más. Algo que al principio creyó ilusión… pero que ya no podía ignorar. Después de cada vez que la tomo, me siento más fuerte. Más centrado. Más seguro. Como si su fuego me alimentara, como si parte de su energía pasara a mí. No podía explicarlo, pero lo sentía en los huesos. Su cuerpo se regeneraba m
Darien se quedó inmóvil en medio del jardín, mirando la dirección por la que Aeryn había desaparecido entre los árboles. Su cuerpo aún ardía, su deseo rugía bajo la piel, pero su pecho… ese estaba pesado, dolido. Las palabras de ella lo habían atravesado como una garra certera, sin rabia, pero con verdad. Y eso dolía más. Tardó varios minutos antes de ir tras ella. No porque no quisiera, sino porque no sabía cómo acercarse sin parecer lo mismo que ella acababa de rechazar. Él, el Alfa, el que todos veían fuerte, seguro, dominante… se sentía pequeño frente a su propia necesidad. Cuando por fin llegó a sus aposentos, empujó la puerta con cautela. El interior estaba en penumbra, iluminado solo por la tenue luz de una vela. Allí estaba Aeryn, acostada de lado sobre la cama, arropada hasta la barbilla con tres capas de ropa de dormir: una túnica larga de lino, encima otra más gruesa de lana suave, y hasta una capa ligera por si acaso. Él arqueó una ceja, sorprendido. Se mordió el labio
Habían pasado dos semanas desde que Darien había dado un paso atrás con su deseo al menos en frecuencia, controlando el impulso voraz que durante días la había dejado exhausta, casi vacía. Aeryn agradecía ese respiro. Su cuerpo, aunque aún resentido, comenzaba a recuperar algo de su esencia. Sus pasos eran más firmes, su voz volvía a tener el filo suave que dominaba sin alzarla, y sus ojos, aunque cargaban sombras, brillaban con mayor claridad. Y sin embargo, todavía no se sentía del todo libre. Cada noche, aún con su magia bajo control, el collar de Nareth seguía ajustado a su cuello, limitando el torrente de poder que ardía bajo su piel. A veces, se encontraba acariciándolo con los dedos, deseando quitárselo… aunque sabía que no podía. Su fuego era peligroso, y si despertaba por completo antes de tiempo, podría hacerle más daño del que ya había sufrido. Y luego estaban los sueños. Llamados de algo lejano, antiguos, oscuros. Voces de sangre y ceniza que la buscaban mientras dorm
Aeryn guardó silencio. No por miedo, sino por estrategia. No confrontó a Darien. No mencionó su sospecha ni su certeza. Se limitó a observarlo. Cada gesto, cada palabra, cada excusa disfrazada de preocupación. Lo conocía. Lo amaba. Y por eso, también sabía cuándo mentía, aunque no dijera ni una sola palabra falsa. Durante cinco días se mantuvo distante. Evitó sus caricias. Se escabulló de sus abrazos con justificaciones suaves: “Estoy cansada. Me duele la cabeza. Necesito meditar.” Y cada noche, cuando él intentaba acercarse, su cuerpo se cerraba como una flor marchita antes del amanecer. No era rechazo… Era prueba. ¿Cuánto duraría su interés si no podía alimentarse de ella? Darien no lo entendía al principio. Al segundo día intentó hacerla reír, le llevó dulces, le preparó un baño tibio. Al tercero comenzó a frustrarse. Al cuarto, se encerró a entrenar con furia. Y al quinto… llegó con un sanador. —Aeryn, basta —dijo Darien con la voz más firme que había usado en días—. H
Aeryn se mantuvo firme unos segundos más tras su declaración, con la sonrisa intacta en los labios y los ojos fijos en los rostros de aquellos que se habían atrevido a sugerir que una Luna debía esconderse tras las cortinas durante su gestación. Su porte era majestuoso, casi desafiante. Su vientre apenas mostraba cambio alguno, pero su energía llenaba el salón como si fuera una reina consagrada por la propia Luna. Sin pedir permiso, sin esperar el cierre formal de la sesión, se puso de pie con toda la confianza del mundo. Su túnica ondeó suavemente al moverse, y al girarse, las miradas de los ancianos se clavaron en su espalda como dagas... o como oraciones mudas. El sonido de sus pasos se alejó por el pasillo principal. Firme. Lento. Soberano. Por un instante, todo quedó suspendido. Entonces, como quien no puede contener la ironía, Aldrik soltó una risa baja, casi gutural, sin mirar a nadie en particular. —Suerte lidiando con el mal genio de una embarazada —comentó, con un
La sala baja del antiguo ala del consejo olía a incienso de raíces oscuras y a estrategias podridas. Aldrik se mantenía de pie junto a la mesa de mármol negro, los dedos trazando líneas invisibles sobre el mapa de la manada. Frente a él, Elaria aguardaba en silencio, el ceño fruncido, los brazos cruzados. Su cabello dorado caía sobre los hombros como una corona torcida, y en sus ojos ardía un fuego diferente al de Aeryn: uno hecho de envidia y ambición. —Así que parte esta semana a su nuevo puesto en la frontera —dijo Aldrik, sin mirarla aún—. Justo a tiempo para cumplir con tu verdadera función. Elaria apretó la mandíbula. —¿Tiene que ser ella? ¿Justo ahora? —escupió con desdén—. ¿Un heredero, de todas las cosas? ¿Eso es lo que me quitó todo? Aldrik sonrió sin alegría. —No, hija. Lo que te lo quitó fue la Luna equivocada con el linaje correcto… y la insolencia de no saber cuál era su lugar. Se giró hacia ella, sus ojos oscuros chispeando con cálculo. —Pero ahora tenemos una o