La noche había caído sobre Vyrden como un manto de tregua. Tras la declaración de Kaelrik, los fuegos se apagaron uno a uno y los pasos se alejaron con respeto. Pero en el centro del campamento, entre pieles limpias y aromas de infusión, Darién era guiado con suavidad por Nyrea hasta el interior de su tienda.
El cansancio pesaba en cada músculo de su cuerpo. Cada paso lo sentía como si arrastrara hierro. Pero ahí estaba ella, su lobo ardiente, su compañera, su fuerza. Y eso bastaba para seguir en pie.
Nyrea lo ayudó a acomodarse entre las mantas, acariciándole la frente con los dedos manchados de ceniza.
—Eres terco —le susurró—. Podrías haberte muerto.
—¿Y perderme esto? —bromeó él, con una sonrisa ladeada—. Además, sabía que no me dejarías solo con Kaelrik.
Ella rodó los ojos, pero no replicó. Se inclinó para rozar su frente con la de él.
—¿Cómo te sientes?
—Débil —admitió con voz ronca, pero divertida—. Muy débil. Casi… sin fuerzas para vivir.
Sus ojos se entrecerra