No se dijeron adiós.
Después del beso, Emilia regresó a su auto con los labios hinchados, los pensamientos enredados y una humedad inquieta entre los muslos que no le permitía concentrarse. Manejaba con las ventanas abiertas, como si el aire frío de la noche pudiera enfriar también la fiebre que se le había instalado en el vientre. Pero no había vuelta atrás. Algo había comenzado a arder en ella, una pulsión que nada tenía que ver con el luto, y mucho con la vida que había sido obligada a contener durante años. Esa madrugada, desnuda frente al espejo, Emilia se miró distinto. Tocó su cuello donde Iván había respirado. Se acarició lentamente el abdomen, los costados, los senos. No era vanidad. Era curiosidad. Como si su cuerpo empezara a pertenecerle de nuevo, después de años de ser una extensión invisible del deber conyugal. Y entonces, como un impulso inevitable, deslizó la mano entre sus piernas. Primero tímidamente. Luego con una necesidad tan intensa como silenciosa. Cerró los ojos. Pero no pensó en Mauro. Pensó en Iván. En su voz grave, en el roce de su barba, en la dureza de su cuerpo cuando la abrazó. Se acarició en espirales, lenta, profunda, hasta que un gemido húmedo se le escapó de los labios. Fue un orgasmo contenido, breve, pero devastador. Y fue suyo. Solo suyo. La mañana siguiente la sorprendió más liviana. Se vistió con un pantalón blanco y una blusa azul sin mangas. Nada provocador, pero nada sumiso. Su madre la miró desde la cocina con expresión ambigua. —¿Dormiste? —preguntó Dora, mientras removía un café que no pensaba beber. —Sí —mintió Emilia. Dora le alcanzó una carpeta. —El abogado de la familia llamó. Dice que Mauro dejó algo más. Un testamento sellado. Hay una reunión esta semana. Con Esteban, con los socios… y contigo. —¿Los socios? —repitió Emilia con frialdad. —Parece que ahora tú eres parte del “consejo directivo”. Lo puso así, textual. Emilia cerró los ojos un momento. Las piezas comenzaban a encajar: Mauro había sospechado su final. Y en un último giro, la había dejado dentro del laberinto. No fuera. —Quiero ver ese testamento —dijo, casi para sí. El bufete era un edificio oscuro, de techos altos, con mármoles gastados y recepcionistas demasiado sonrientes. Emilia llegó sola. Esteban ya estaba allí, flanqueado por dos hombres que no conocía, ambos vestidos como si tuvieran algo que ocultar. El abogado, un hombre enjuto de cabello blanco y anteojos de marco grueso, los hizo pasar a una sala con olor a cuero viejo y papel encerrado. —Gracias por venir. Como saben, el señor Mauro Castaño dejó instrucciones muy claras respecto a este documento. Es breve, pero… inusual. El documento estaba sellado con lacre. El abogado rompió el sello y comenzó a leer. El nombre de Emilia aparecía varias veces: “albacea”, “representante legal de Castaño Ltda.”, “custodia total de Julián”, “propietaria de la mitad de las acciones familiares”. Un silencio asfixiante invadió la sala. —Esto es una broma —soltó Esteban—. Mi hermano nunca habría dejado el control de la empresa… a su esposa. Ella ni siquiera sabe en qué negocio estamos. —Tal vez por eso —dijo Emilia, clavándole la mirada como una lanza. —Esto se puede impugnar —espetó uno de los socios. —Por supuesto —intervino el abogado—, pero los términos están aquí, firmados, notarizados. Y si quieren seguir cobrando dividendos, deberán sentarse en la misma mesa con la señora Emilia. Ella no sonrió. Solo respiró hondo. Afuera, la tormenta amenazaba con romper los vidrios. Adentro, el poder se redistribuía, sin que nadie pudiera evitarlo. Esa noche, Emilia no esperó. Se desnudó en su habitación con la ventana abierta. Se cubrió con una bata de seda negra que apenas rozaba sus muslos. El celular tembló entre sus dedos. —Te necesito —escribió. Minutos después, Iván respondió: —¿Dónde? —Aquí. Treinta minutos. Ese fue el tiempo exacto que tardó en llegar. Entró sin hablar. Cerró la puerta con suavidad. La vio de pie, con la bata abierta a la altura del pecho, los pezones duros por el frío… o por él. —No soy tu escape —dijo él, sin moverse. —No lo eres —respondió ella—. Eres lo único que deseo esta noche. Entonces se encontraron en el centro de la habitación como dos imanes sin control. Iván la tomó por la nuca y la besó con una necesidad brutal. La lengua de él exploró su boca como si fuera un mapa inexplorado, mientras las manos de Emilia ya estaban deslizándose bajo su camiseta, sintiendo el calor de su pecho, su latido firme. Él la empujó suavemente contra la pared, arrancándole la bata sin miramientos. Ella quedó completamente desnuda, erguida, sin vergüenza, con los muslos tensos de anticipación. Iván se arrodilló ante ella, y con una lentitud exquisita, besó la parte interna de sus muslos, subiendo con lengua y labios hasta que llegó a su centro. Emilia se sostuvo de su cabeza, temblando cuando él la lamió con firmeza, sin pudor, sabiendo exactamente dónde presionar, dónde detenerse y dónde insistir. —Oh, Dios… —jadeó ella, arqueando la espalda. Iván la sostuvo por las caderas mientras se entregaba a ese vaivén de placer. Cuando Emilia se vino contra su boca, con un grito breve pero ahogado, sintió que parte de su alma se liberaba. Pero no habían terminado. Él se levantó, se desnudó rápido. Su erección estaba firme, lista, goteando de deseo. La tomó en brazos y la llevó hasta la cama. Se recostó sobre ella, guiando su miembro a su entrada caliente, empapada. —Mírame —le dijo, justo antes de penetrarla. Ella lo miró. Y entonces, con un gemido compartido, él entró en ella. Profundo. Lento. Contundente. —Eres mía esta noche —le susurró al oído. —Esta noche, sí —respondió ella, con una sonrisa peligrosa. Se movieron al ritmo de una canción muda, entre jadeos, suspiros y golpes de cadera. Él la tomó de espaldas, la levantó de las caderas, la penetró con fuerza mientras ella gemía y se aferraba a las sábanas como si estuviera a punto de estallar. Cambiaron de posición, de ritmo, de intensidad. Como si quisieran grabarse el uno en el cuerpo del otro. Y cuando llegaron juntos, un segundo antes de que el mundo colapsara, supieron que nada volvería a ser igual. Esa noche no durmieron. Solo sudaron, rieron bajo las sábanas, y se tocaron con la urgencia de los que no saben si aman, pero saben que no pueden detenerse. Y en algún momento, entre suspiros, Emilia pensó: esto también es poder.