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Capítulo 5. Cuerpos de delito.

La mañana se coló sin permiso por las cortinas entreabiertas, y la luz pálida encontró a Emilia aún desnuda, envuelta en las sábanas revueltas que olían a sexo, sudor y deseo cumplido. Iván dormía boca arriba, con un brazo extendido hacia el vacío donde minutos antes había estado ella. Su respiración era pausada, su cuerpo relajado, pero su mano izquierda todavía conservaba la tensión de quien había poseído algo con fuerza.

Emilia se vistió en silencio, sin prisa. Observó sus propios muslos marcados con los dedos de él, la línea tenue de mordidas en su clavícula, la humedad aún tibia entre sus piernas. No se sentía usada. Se sentía peligrosa.

Mientras preparaba café, pensó en cómo los silencios también podían ser respuestas. Porque esa noche no le había preguntado nada a Iván. No sobre su pasado. No sobre su misión. Y él, en agradecimiento o complicidad, tampoco la interrogó. Se entregaron como fugitivos del lenguaje. Como dos que sabían que el cuerpo a veces es el único lugar seguro.

Cuando Iván bajó a la cocina, ya vestido, con el cabello aún húmedo y la camisa mal abotonada, Emilia le alcanzó una taza sin hablar. Él la tomó con una sonrisa leve, como si supiera que no hacía falta decir nada.

—Tengo que irme —dijo él, finalmente.

—Lo sé.

—Pero voy a quedarme cerca.

—No necesito un escolta.

—No soy tu escolta —replicó, dándole un sorbo al café—. Soy tu cómplice.

Esa palabra quedó suspendida en el aire. Casi un presagio. O una advertencia disfrazada de ternura.

Horas después, Emilia llegó al edificio de oficinas donde funcionaba el corazón financiero del Grupo Castaño. Entró sin anunciarse, con la misma seguridad de una mujer que ha sido ignorada durante demasiado tiempo y ha decidido dejar de pedir permiso.

La secretaria de Esteban intentó detenerla.

—Señora Emilia, el señor Esteban está en una reunión…

—Pues dile que su jefa lo espera.

La mujer dudó, pero cedió.

Dentro, Esteban estaba reunido con dos hombres de acento extranjero y trajes más caros que discretos. Cuando la vio entrar, intentó ponerse de pie, pero Emilia lo detuvo con una sola mirada.

—Necesito todos los balances de los últimos tres años. También los contratos con transportadoras, importaciones y los movimientos en divisas. Todo.

—Emilia, no es tan sencillo. Hay estructuras legales… protocolos…

—No me interesa tu burocracia. Tengo firma registrada y derecho legal. Y si no me los entregas, llamaré a los auditores. Esta misma tarde.

Uno de los socios se aclaró la garganta.

—¿Quién es esta mujer?

—La dueña de la mitad —dijo Emilia, sin apartar la vista de Esteban—. Y la única que no necesita esconderse detrás de fundaciones falsas.

El silencio se volvió denso. Cortante.

Esteban asintió finalmente, con una mueca que no era sonrisa ni amenaza. Solo la aceptación amarga de una derrota momentánea.

—Te lo haré llegar —dijo.

—Espero que sea completo. Si descubro que hay cuentas ocultas… te vas a arrepentir de haberme subestimado.

Esa noche, Iván la llamó. No para verla, sino para advertirle.

—Uno de los hombres que estaba hoy con Esteban, es colombiano, pero vive en Guatemala. Tiene conexiones con lavado de activos. El otro es español, fachada de una empresa farmacéutica que nunca importó un solo frasco.

—¿Y tú cómo sabes eso?

—Porque lo investigo desde antes de conocerte. Y ahora, estás en medio del enjambre.

Emilia no se inmutó.

—No soy una mosca atrapada. Soy la avispa que no vieron venir.

Iván soltó una risa baja, que le rozó el oído como un aliento caliente.

—Esa frase merece un premio… o una mordida.

—Guarda las mordidas para cuando tenga tiempo de volver a desnudarme. Hoy tengo que revisar cifras que huelen peor que un cadáver.

—¿Estás sola?

—Siempre lo estuve. Solo que ahora me gusta.

Cerca de la medianoche, sentada en su cama con una copa de vino, Emilia revisaba los documentos digitales que Esteban le había enviado. No estaba sola. Julián dormía en la habitación contigua. Dora también. Pero eso no bastaba para llamarlo compañía.

En uno de los archivos, encontró una transferencia repetida a una empresa fantasma. El monto era el mismo. La frecuencia, mensual. Pero el remitente variaba: a veces era Castaño Ltda., otras veces una cuenta en Panamá. El receptor, siempre el mismo nombre: “Fundación Marisma”.

Emilia se congeló.

Ese nombre lo había escuchado antes. En un almuerzo familiar. Mauro lo mencionó de pasada, como si hablara de una obra de caridad. Pero ahora aparecía asociado a cifras imposibles de justificar.

Hizo una captura. La guardó en una carpeta secreta. Abrió otra. Más cifras. Más basura. Más mentiras.

Entonces, su celular vibró. Un mensaje de Iván:

“No abras la puerta si llaman esta noche. A nadie. Estoy en camino.”

Ella se quedó en silencio. Sintió el latido en el cuello. Miró la cerradura. Apagó la luz.

Y esperó.

En la oscuridad, sola en su cama, Emilia entendió por fin que el sexo había sido solo el preludio. El verdadero juego… acababa de comenzar.

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