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Capítulo 2. El hombre de cuero.

El cementerio estaba desierto cuando Emilia regresó. Apenas dos días después del entierro, el aire olía a tierra húmeda y flores marchitas. No quería que nadie la acompañara. Necesitaba pensar, o al menos intentarlo, sin las voces de Julián, sin los murmullos de la familia, sin las preguntas que no cesaban.

Iba vestida de negro otra vez, aunque con menos rigidez. Su blusa era de seda, el escote sutil. El pantalón, ceñido. Caminaba sobre el pasto mojado con determinación, como si sus tacones no se hundieran en el barro, como si el mundo no se estuviera desmoronando a su alrededor. Y sin embargo, por dentro, Emilia sentía cómo algo le crecía en el pecho: una sospecha, una rabia tibia, una intuición que ya no podía ignorar.

El mausoleo de Mauro la esperaba igual de imponente. Pero no estaba sola.

Iván estaba allí.

De pie, junto al mármol gris. Las manos en los bolsillos, la chaqueta de cuero mojada por la llovizna que empezaba a caer otra vez. La barba incipiente, el cuello alto de su camiseta negra. Emilia lo reconoció de inmediato, aunque apenas lo había visto un momento.

—¿Me está siguiendo? —preguntó ella sin rodeos, deteniéndose a un par de metros.

Él no sonrió. Solo la miró. Con la misma intensidad con la que uno mira una tormenta a lo lejos.

—No. Vine porque sé que está sola. Y porque sé quién era su esposo.

Emilia cruzó los brazos, incómoda. —¿Y qué quiere de mí?

—Advertirle. Mauro estaba en problemas. Lo mataron porque quería salirse. Usted puede estar en peligro.

Ella bufó, cansada de medias verdades. —Todos me hablan en claves, señor Guerrero. ¿Es policía?

—No oficialmente.

—Entonces no tengo por qué escucharlo.

Iván dio un paso hacia ella. Su presencia era magnética, casi invasiva. Pero no había amenaza en su gesto. Había otra cosa. Algo menos fácil de definir.

—Mauro no confiaba en su familia. Usted tampoco debería. Esteban tiene intereses que no van a detenerse por respeto a un luto. —Hizo una pausa, evaluando su reacción—. Usted no es tan ingenua como parece. Por eso estoy aquí.

Emilia tragó saliva. El viento le rozó el cuello y un escalofrío la recorrió. No solo por las palabras. Por la forma en que ese hombre la miraba. Con una mezcla de respeto y deseo contenido. Como si pudiera ver a través de su ropa y su duelo.

—¿Y qué propone? ¿Que confíe en usted?

—Que me permita protegerla. Aunque no me crea. Aunque me odie.

La tensión entre ambos se volvió palpable. No sexual aún, pero sí física. Una corriente eléctrica densa, inevitable. Ella no supo cómo despedirse. Simplemente se alejó, pero antes de girar por el sendero, le lanzó una última mirada. No lo dijo, pero se quedó grabado en su mente:

Ese hombre no me es indiferente.

—----

La casa Castaño parecía un mausoleo lujoso desde la muerte de Mauro. Los mármoles brillaban con una frialdad espectral, las paredes olían a cera y silencio, y el eco de los pasos de Emilia sobre el parquet parecía multiplicarse en un vacío que antes estaba lleno de rutina y rutinas compartidas.

Esa tarde, mientras Julián dormía con la puerta cerrada, vencido por la tristeza o por las pastillas que su abuela le había dejado sin preguntar, Emilia decidió entrar al estudio de su esposo. No lo hacía desde hacía meses. Él había puesto cerradura nueva, decía que era por negocios confidenciales. Ella nunca preguntó demasiado. Ahora, con él muerto, no necesitaba pedir permiso.

Abrió el escritorio. Revisó papeles que no entendía. Códigos bancarios, letras pequeñas, sobres con iniciales. Todo parecía más un archivo de un contador que de un hombre de familia. Pero al quitar una bandeja de cuero donde solía dejar sus plumas caras, notó algo extraño en el fondo del cajón: una lámina delgada de madera, floja.

La levantó.

Debajo, una carpeta manila gruesa, marcada con su nombre: **Emilia**. No "mi amor", no "mi esposa", no "mi vida". Solo: Emilia.

La respiración se le agitó mientras abría los ganchos metálicos. Lo primero que encontró fue una hoja escrita a mano con la letra de Mauro:

"Si estás leyendo esto, es porque ya no estoy. Perdóname. Quise salirme, pero era tarde. Te juro que nunca quise arrastrarte a esto. No confíes en Esteban. Y cuida a Julián como si fueras una loba. Porque él es lo único que importa."

El resto eran documentos: escrituras, cuentas bancarias en Panamá, transferencias con firmas ilegibles. Emilia no era abogada, pero tenía la intuición despierta. Mauro tenía negocios ocultos. Muchos. Y, por alguna razón, había querido advertirle antes de morir.

Temblando, guardó todo en una bolsa negra de tela. Sintió que el mundo se partía en dos: el que conocía, y el que estaba empezando a revelarse como una pesadilla elegante.

Esa noche, después de encerrar la carpeta en su habitación y darse una ducha caliente que no logró arrancarle la tensión del cuerpo, se sirvió una copa de vino. El primer sorbo le supo a cobre. El segundo, a resignación. Solo entonces, tomó el celular y marcó el número que había memorizado desde que Iván se presentó.

—¿Señora Castaño? —respondió él al segundo timbre.

—Necesito verlo —dijo ella, sin rodeos.

Un silencio breve.

—¿Dónde?

—En el bar del hotel Lafayette. Esta noche. A las nueve.

Colgó sin esperar confirmación.

El bar estaba medio vacío. Luces tenues, música de jazz moderno, meseros discretos. Emilia llegó antes que él. Vestía un pantalón negro entallado, una blusa de seda granate con escote en V y tacones oscuros. Su maquillaje era sutil, pero sus labios llevaban un rojo vino profundo. No estaba allí para seducir… o tal vez sí, pero aún no lo sabía.

Iván llegó puntual. Chaqueta gris oscuro, camiseta blanca, barba recién recortada. La miró como si ya la hubiera estado esperando toda la noche.

—Está hermosa —dijo, antes de sentarse.

—No vine a coquetear —respondió Emilia, clavando los ojos en su copa.

—Pero no significa que no lo haga —replicó él, con media sonrisa.

Ella lo miró entonces. Sin adornos. Sin culpa.

—Encontré una carpeta que Mauro escondía. Hay cuentas. Propiedades. Una nota escrita para mí. Dice que no confíe en Esteban. Que lo iban a matar.

Iván escuchaba sin interrumpir. Solo sus dedos tamborileaban la mesa, como si calcularan el ritmo de algo que no decía.

—¿Va a ayudarme o no? —preguntó ella, con la voz más baja, pero más firme.

Él se inclinó hacia ella. Muy cerca. El calor de su cuerpo se mezcló con el aroma amaderado de su loción.

—Voy a ayudarle. Pero necesito que entienda algo… Esto es más grande de lo que imagina. Y no va a terminar bien para nadie si no es cuidadosa.

Emilia sostuvo la mirada. Sintió un estremecimiento en el estómago. No era miedo. Era otra cosa. Una anticipación caliente. Un deseo que no había sentido en años. Quizá nunca así.

—No me interesa terminar bien. Me interesa terminar viva. —Hizo una pausa, y bajó la voz hasta hacerla íntima—. Y vengarme.

Iván sonrió. No con burla, sino con algo parecido a respeto.

—Entonces tenemos un acuerdo.

Ella alzó la copa. Él la imitó.

Brindaron en silencio. Por la verdad. Por la sangre. Por el deseo que aún no se atrevían a nombrar, pero que ya respiraba entre ellos como una brasa escondida bajo la ropa.

Esa noche, al llegar a casa, Emilia abrió la ventana de su cuarto y se quedó mirando la ciudad encendida. Tocó sus propios labios con los dedos. No hubo beso. No todavía. Pero el roce invisible de Iván seguía ahí, como si la piel recordara antes que la mente.

Y mientras la brisa movía sus cabellos sueltos, Emilia supo que el dolor se estaba transformando. En furia. En hambre. En fuego.

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