La mañana siguiente amaneció plomiza. El cielo, cubierto por un manto de nubes densas, no dejaba pasar ni una hebra de luz cálida. Emilia se levantó temprano, como si su cuerpo supiera que no había más tiempo para luto. Había dormido mal, con el corazón palpitando a destiempo, como si la presencia invisible de Iván se hubiera deslizado entre sus sábanas, encendiendo rincones de su piel que llevaba años olvidando.
Mientras tomaba su café sin azúcar, sentada frente a la ventana del comedor, el timbre de la casa sonó con un tono agudo, metálico. No esperaba visitas. Ni deseaba compañía. Abrió la puerta con cierta cautela. —Buenos días, Emilia —dijo Esteban Castaño, con una sonrisa ensayada y el mismo perfume invasivo de siempre. Llevaba un traje gris claro, ajustado al cuerpo, y una carpeta en la mano. Su barba estaba demasiado bien perfilada para alguien que había perdido a su hermano hacía apenas unos días. —¿Qué necesitas, Esteban? —preguntó ella sin invitarlo a entrar. —Hablar contigo. De negocios. Y de familia. ¿Puedo pasar? Emilia lo miró durante unos segundos interminables, luego se hizo a un lado. No por cortesía, sino para ver qué tan lejos llegaría con su máscara puesta. En el salón, él dejó la carpeta sobre la mesa de mármol. —Mauro dejó cosas sin resolver. Socios nerviosos, cuentas congeladas. Sabes cómo es esto… —No, no lo sé —interrumpió ella—. Nunca estuve en los negocios de Mauro. Y si ahora estás aquí, no es por respeto. Es por miedo. O por codicia. Esteban sonrió, con esa sonrisa que no llegaba a los ojos. —Yo solo quiero ayudarte, Emilia. Estás sola. Esto puede volverse muy pesado. —No estoy tan sola como crees —respondió, dejando la frase colgando como una amenaza suave. Esteban la observó con más atención. Algo en ella había cambiado. Ya no era la esposa resignada que evitaba las reuniones familiares y se refugiaba en sus labores domésticas. Había una dureza nueva en su voz. En sus ojos, algo parecido al desafío. —Tú y yo podríamos entendernos mejor —dijo él, bajando la voz—. Ahora que Mauro no está, nadie impide que manejemos esto… juntos. Emilia sintió náuseas. No por la propuesta. Por la familiaridad con la que la hacía. Como si hubiera estado esperando ese momento durante años. —Sal de mi casa, Esteban. Él la miró, como si esperara una provocación más física. Pero no la hubo. Solo ese tono firme que no admitía réplica. Cuando se fue, Emilia corrió al baño y se lavó las manos. Como si pudiera quitarse el rastro de su visita. A las seis de la tarde, Iván la estaba esperando en el mirador del Parque Altozano. Era un lugar discreto, con vista a la ciudad, rodeado de eucaliptos altos y bancos de madera húmeda. Ella se bajó del carro con una gabardina beige sobre su ropa negra. Llevaba el cabello suelto, los labios desnudos de color. Pero sus ojos brillaban. Iván la miró con una mezcla de tensión y deseo contenido. —¿Todo bien? —preguntó él, con el ceño fruncido. —Esteban vino a verme. Habló de cuentas, de negocios inconclusos… y de aliarse conmigo. —Hizo una pausa—. Le dije que se fuera al diablo. Iván asintió. Caminó hasta ella. Cerca. Muy cerca. —Eso lo pone en alerta. Y a ti, en la mira. —Ya estoy en la mira —respondió Emilia, sin moverse. Hubo un silencio denso entre ellos. Como si el viento se hubiera detenido. Como si el mundo dejara de girar solo para darle espacio a ese momento. Iván alzó una mano y rozó la mejilla de Emilia con el dorso de sus dedos. Su piel respondió con un estremecimiento involuntario. La mirada de ella descendió a sus labios. Y luego volvió a subir, lenta, firme. —Tú no viniste solo por seguridad —dijo en voz baja. Iván no lo negó. Solo sostuvo su mirada. —Viniste porque me deseas —añadió ella. Él dio un paso más. Sus senos casi rozaban su pecho. El aire entre ellos se volvió denso. —Y tú —susurró él— viniste porque te mueres por sentir algo real. Algo que no tenga secretos. Algo que no se esconda en carpetas. Ella cerró los ojos solo un segundo. Cuando los abrió, tomó su rostro entre las manos y lo besó. Sin permiso. Sin suavidad. Con el hambre de una mujer que no había sido tocada desde hacía demasiado tiempo. Un beso con rabia, con miedo, con necesidad. Iván respondió con el cuerpo entero. La abrazó por la cintura, atrayéndola hacia sí, sintiendo la forma exacta de su silueta contra la dureza de su deseo. La mano de ella se deslizó por su pecho, por su cuello, hasta anclarse en su nuca. Se devoraban con la boca como si no supieran si habría un mañana. Cuando se separaron, con la respiración agitada y las miradas ardiendo, Emilia susurró: —No quiero promesas. Solo verdad. Iván asintió. Y la abrazó fuerte. Como si ya supiera que esa verdad iba a doler. La ciudad seguía encendida bajo sus pies. Pero allí, en el mirador, solo existía ese instante. Esa grieta abierta entre dos cuerpos que empezaban a dejar de fingir.