La noche pasó en vela.
Iván nunca llegó, pero tampoco volvió a escribir. Emilia se quedó sentada en el borde de la cama, con una pistola que no sabía disparar sobre el regazo y la piel en alerta. No por miedo, sino por algo más oscuro: la sospecha de que alguien, desde adentro, estaba jugando con su tiempo, con sus pasos, con su cabeza. Al amanecer, bajó a la cocina. Dora preparaba café sin hablar, con el rostro más pálido de lo habitual. En la mesa había una carta abierta, traída por un mensajero en la madrugada. —¿Quién la recibió? —preguntó Emilia, con el pulso tenso. —Julián… Se asustó. Dijo que había un hombre afuera, que no lo miraba. Solo esperaba. La carta tenía una caligrafía precisa, seca. “La fundación era suya. Usted puede quedarse con la herencia. Pero no toque los fondos. No le gustará lo que encontrará.” No había firma. Solo un símbolo dibujado con tinta negra: una mariposa con las alas rotas. Emilia se sentó lentamente. No dijo nada. No maldijo. No lloró. Solo pensó: Me están advirtiendo porque todavía creen que soy débil. No saben que ya me enterré con Mauro… y volví a nacer con hambre. Ese mediodía, el almuerzo familiar en casa de Inés, la madre de Mauro y Esteban, era inevitable. La matriarca de los Castaño. Elegante, severa, y tan silenciosa como un cuchillo afilado. Dora insistió en que fuera. “No puedes dejar el terreno libre. No ahora.” Así que Emilia fue. Con un vestido negro de tirantes delgados, una chaqueta de lino blanca y gafas oscuras que ocultaban más que sus ojos. La casa era una fortaleza de mármol y sombras antiguas. En la entrada, Inés la recibió con una sonrisa de costumbre, pero los dedos le temblaban ligeramente cuando la besó en la mejilla. —Emilia, querida. Qué bueno que viniste. —No tenía opción, ¿verdad? —Aquí todos tenemos opción. Algunos solo no saben usarla. Dentro, Esteban bebía whisky junto a Yeni, la viuda intermitente de uno de los primos, que lucía un escote tan atrevido como su mirada. Al fondo, Clarabella, prima política de Mauro —una mujer siempre presente en las fiestas, siempre ausente en las desgracias—, jugaba con los nietos ajenos, fingiendo ternura con su voz aguda y su risa fabricada. Todo olía a hipocresía, a perfume caro, a veneno disfrazado de cortesía. Durante el almuerzo, Emilia escuchó en silencio. No habló de la carta. No mencionó el símbolo. Solo observó. —¿Y tú cómo vas con los papeles de Mauro? —preguntó Clarabella, untando mantequilla con dedos demasiado largos. —Voy descubriendo cosas —respondió Emilia, bebiendo agua como si fuera vino—. Cosas que huelen a podrido. Esteban tosió. Inés bajó la vista. Solo Yeni se rió, con esa risa ligera que busca provocar. —En esta familia nada está podrido, querida. Solo fermentado. —Como el poder —replicó Emilia—. Que cuando no se renueva, se vuelve tóxico. Un silencio cargado se instaló en la mesa. Julián, en la cabecera, solo miraba su plato sin tocarlo. Esa noche, cuando regresó a casa, Emilia encontró a Iván esperándola. No dentro. Afuera. Sentado en el capó de su camioneta, con una chaqueta de cuero y la mandíbula apretada. —Perdí a uno de mis informantes —dijo apenas la vio—. Lo encontraron con una nota en el bolsillo. Ella no tuvo que preguntar. Sabía que el mensaje era para él. Y para ella. —¿Qué decía? —“No la toques. Ella es la marca.” —Hizo una pausa—. No sé si me están advirtiendo... o marcando territorio. —Quizás ambas. Entraron sin encender luces. La casa dormía. Pero ellos no. El silencio era un lenguaje nuevo entre ellos. La manera como Iván cerró la puerta. Como Emilia dejó caer la chaqueta al suelo sin mirar atrás. Como él la tomó por la cintura desde la espalda, sin hablar, y ella apoyó la cabeza en su hombro, con los ojos cerrados. —Tengo miedo —dijo ella, por primera vez. —Yo también —respondió él—. Pero eso no nos va a salvar. Emilia giró. Lo miró. Le abrió la camisa con una lentitud calculada. Él no se resistió. Solo exhaló, como un hombre que se rinde al fuego sabiendo que lo va a quemar. Ella se arrodilló. Lo desabrochó. Lo liberó. Lo tomó con la boca, con decisión, con deseo, con furia. Él se apoyó en la pared, cerró los ojos, y dejó que su cuerpo hablara por él. Cuando estuvo a punto, la levantó. La empujó contra el sofá. Le arrancó el vestido sin cuidado. La penetró de pie, con una brutalidad lenta, hundiéndose hasta el fondo, mientras ella lo abrazaba con las piernas, con los dientes, con los gemidos que nunca se le habían permitido antes. —Eres fuego —le dijo él, jadeando—. Pero también veneno. —Entonces bébeme —susurró Emilia—. Pero no pidas antídoto. Se amaron así: como si alguien estuviera por derribar la puerta. Como si el tiempo se fuera a acabar. Como si cada orgasmo pudiera salvarlos del infierno que los rodeaba. Y al final, desnudos, empapados, exhaustos, Iván apoyó la frente en la de ella. —Mañana vamos a abrir los archivos del fondo suizo. ¿Estás lista? Emilia sonrió. —Estoy naciendo. Ya no se me nota, pero por dentro soy dinamita. Él asintió. Y por primera vez, tuvo miedo… no por ella, sino de lo que Emilia estaba a punto de convertirse.