Desperté con un sobresalto, el corazón latiéndome en los oídos como un tambor descontrolado.
La habitación estaba en penumbras, iluminada solo por una luz tenue sobre la cabecera de la cama, y el aire olía a antiséptico y a algo metálico que me revolvió el estómago.
Parpadeé, desorientada, intentando recordar cómo había llegado allí. El dolor en el vientre era un eco sordo, como si mi cuerpo aún recordara el espasmo que me había doblado en dos.
Gemí bajito, mi mano yendo instintivamente a mi abdomen, sintiendo la curva familiar bajo la bata de hospital. Ariadna y Aisha. ¿Estaban bien? El pánico me invadió, y me incorporé un poco, jadeando, cuando vi a la doctora López de pie al lado de la cama, revisando un monitor.
—¿Doctora? —murmuré, mi voz ronca, seca como papel de lija—. ¿Qué... qué pasó? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Ella levantó la vista, su expresión profesional pero con un toque de preocupación que no me gustó. Se acercó, ajustando la almohada detrás de mi espalda para que estuv