Estaba sentado en esa silla dura de plástico en la sala de espera del hospital, el pasillo estéril extendiéndose ante mí como un túnel infinito.
Habían pasado horas —cuatro, quizás cinco, perdí la cuenta después de la segunda taza de café amargo de la máquina expendedora—. El alivio inicial por las gemelas me había golpeado como una ola cálida cuando la doctora López salió a informarme: "Están estables, señor Valdés. Los latidos son fuertes, no hay complicaciones inmediatas".
Ariadna y Aisha. Mis niñas.
Dos pequeñas vidas que habían estado al borde, y ahora latían con fuerza dentro de Camila. Me recosté contra la pared fría, cerrando los ojos un momento, sintiendo cómo el peso en mi pecho se aliviaba solo un poco. Ellas estaban bien. Eso era lo importante. Lo único que importaba, en realidad. Pero el alivio no borraba la culpa, esa serpiente que se enroscaba en mi estómago, recordándome que todo esto —el hospital, el sangrado, el desmayo— era por mí. Por mi error. Por Marianna.
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