El todoterreno traquetea por el camino de grava hacia la casa de campo, el sol de mediodía quemándome a través del parabrisas. Llevo una bolsa de provisiones en el asiento trasero —pan fresco, queso, una botella de vino tinto que pensé que le gustaría a Camila—, pero mi mente está en ella, no en la compra. Su rostro esta mañana, durante el desayuno, sus ojos verdes buscando respuestas que no terminé de darle. Le conté lo de mi infertilidad, lo del tiempo que se me acaba, pero no todo.
Aparco frente a la casa, el silencio envolviéndome. La chimenea sigue humeando, pero algo no encaja. El aire está demasiado quieto. Bajo del coche, la bolsa en la mano, y llamo desde la puerta.
—¿Cherry? —Mi voz resuena en el salón, pero no hay respuesta. Los muebles de madera, las mantas de lana, todo está como lo dejé, pero ella no está. Subo las escaleras de dos en dos, el corazón empezando a acelerarse. La habitación donde durmió está vacía, la cama deshecha, pero su maleta azul no está. Mi pulso ret