Estoy sentada en una silla de plástico junto al pasillo de la UCI, con el pitido de las máquinas recordándome que mi madre está al borde. Mi padre, hundido en la silla a mi lado, no ha hablado desde que el doctor nos dijo lo del trasplante. Cientos de miles de euros. Una suma que no tenemos, que nunca tendremos. Pero no me rendiré. No puedo. Me levanto, ajustándome el bolso, y miro a mi padre, sus ojos rojos y vacíos.
—Voy al banco, papá —digo, mi voz más firme de lo que siento—. Conseguiré el dinero. No te preocupes.
Él asiente, pero no me mira, sus manos temblando en su regazo. Salgo del hospital, el sol de Valtris quemándome la piel mientras camino a casa. Mi apartamento es pequeño, con paredes descascaradas y un fregadero lleno de platos que no he lavado. Me cambio rápido, poniéndome mi mejor traje: una falda lápiz negra y una blusa blanca que reservo para entrevistas. Me miro al espejo, el cabello rojo recogido en una coleta apretada, intentando parecer alguien que un banco tomar