Capítulo treinta. Entre cenizas y besos
La villa estaba en silencio. Afuera, los guardias aún patrullaban, pero en el interior solo quedaba el eco apagado de lo ocurrido. El olor a humo impregnaba el aire, y aunque los incendios se habían extinguido, la sensación de amenaza seguía flotando como un fantasma.
Ariadna estaba sentada en el sofá del despacho, envuelta en una manta. Tenía los ojos enrojecidos y el cabello despeinado, pero Andreas la veía como la mujer más hermosa que había pisado la tierra.
Se acercó despacio, dejando la pistola sobre el escritorio, como un símbolo de que, por un momento, el guerrero se rendía para ser solo un hombre.
—¿Cómo te sientes? —preguntó en voz baja.
Ariadna lo miró, cansada pero firme.
—Asustada… y a la vez, más fuerte. Porque estoy contigo.
Él se arrodilló frente a ella, tomando sus manos entre las suyas.
—Si algo te hubiera pasado esta noche… Ariadna, yo… —la voz se le quebró, algo que pocas veces permitía—. No podría seguir respirando.
Ella aca