Capítulo veintinueve. La noche del asalto.
El reloj marcaba las dos de la madrugada cuando el estruendo metálico retumbó por los jardines. La alarma de la villa se encendió con un pitido agudo, seguido por un coro de pasos apresurados de los guardias que corrían hacia el perímetro.
Andreas salió del dormitorio en apenas segundos, con la pistola en mano y los ojos ardiendo de furia contenida. Ariadna lo siguió, temblando, con el corazón desbocado.
—Quédate aquí —le ordenó, mirándola con una severidad que intentaba ocultar el miedo real que sentía por ella.
—No —respondió con voz firme, aunque las lágrimas le quemaban los ojos—. No me dejes sola otra vez, Andreas.
Él se quedó inmóvil un instante, dividido entre protegerla a la fuerza o respetar su decisión. Finalmente, asintió con un gesto seco y la tomó de la mano.
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