Capítulo setenta y tres. El eco del nombre Konstantinos
El ferry llegó al puerto de Heraclión al amanecer.
El viento traía olor a sal y cipreses.
Andreas bajó con una chaqueta oscura y una mochila al hombro. No llevaba guardaespaldas, ni chofer, ni el aura de poder que siempre lo había rodeado.
Solo un hombre, buscando su verdad entre las ruinas del pasado.
Creta.
La isla de su infancia más temprana, y la tierra que su padre le había prohibido volver a pisar.
El puerto hervía de vida: pescadores gritando precios, turistas con cámaras, el sol golpeando los muros ocres.
Pero Andreas no veía nada de eso.
Caminaba guiado por un solo nombre: Nikolaos Valeris.
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El pequeño pueblo de Mirtos, en la costa sur, seguía casi igual que en su recuerdo de niño: casas encaladas, buganvillas trepando por las paredes y el sonido incesante de la