Capítulo tres

Nicole salió del despacho justo cuando Neta-lee estaba a unos pasos de la puerta. Llevaba la nariz obstruida con dos tapones de papel higiénico y una sonrisa satisfecha que se extendía por sus labios enrojecidos. Con un gesto descarado, se limpió las comisuras de la boca con los dedos, dejando entrever una actitud provocadora. La mancha de sangre en su blusa era evidente, pero su rostro estaba impecable, como si quisiera borrar cualquier rastro de vulnerabilidad.

Neta-lee apretó los dientes, sintiendo cómo la rabia se acumulaba en su pecho. Al pasar junto a Nicole, le tomó el brazo con fuerza, sus dedos clavándose en la piel como una advertencia silenciosa. La miró con todo el odio que podía reunir, pero la sonrisa de superioridad de Nicole permaneció intacta, desafiándola con su insolencia.

—¡Señorita Saint-Rose! —gritó Demien desde el interior del despacho, su voz cargada de impaciencia.

Con un esfuerzo de voluntad, Neta-lee soltó el brazo de Nicole, pero no sin violencia. La empujó al pasar, dejando claro que no estaba dispuesta a tolerarla más. Sabía que la batalla que le esperaba con su jefe sería complicada, quizás imposible, pero había llegado al límite. Había soportado robos, mentiras y un lenguaje inapropiado por parte de Nicole Pinnock, pero ver cómo maltrataba a Noah había sido la gota que colmó el vaso. Podía lidiar con muchas cosas, pero aquella barbaridad era inaceptable.

Cerró la puerta tras de sí y avanzó hacia el imponente escritorio de cristal que dominaba la habitación. Sus pasos se detuvieron justo frente a Demien, quien la observaba con una dureza implacable. Con ambos codos apoyados sobre la superficie de la mesa y los dedos entrelazados formando un triángulo, su postura irradiaba autoridad. Sus ojos grises, translúcidos y fríos como el hielo, se clavaron en Neta-lee, como si quisieran congelarla en su lugar.

—Tome asiento —ordenó Demien tras un largo silencio, su voz cortante como el filo de un cuchillo.

Neta-lee obedeció, pero mantuvo su mirada fija en él. Esta vez no iba a agachar la cabeza. Si iba a ser reprendida, se defendería; había demasiadas verdades que necesitaban ser dichas.

—Su comportamiento, señorita Saint-Rose, es inaceptable en todos los niveles —comenzó Demien, su tono seco y autoritario mientras bajaba las manos al escritorio—. Ha sido insubordinada —continuó, elevando el volumen de su voz con cada palabra—; ha atacado a la señorita Pinnock sin justificación y, además, ha desobedecido mi autoridad en esta casa, pidiendo a los agentes de seguridad que invadan su propiedad privada en múltiples ocasiones. La ha insultado, maltratado y puesto en peligro a mi hijo en el proceso.

Neta-lee apretó las manos sobre su regazo, sintiendo cómo la rabia y la frustración se acumulaban en su pecho. Esa maldita mujer había vuelto las cosas a su favor, manipulando la situación con su habitual teatralidad.

—Lo que…

—¡Sin pretextos! —exclamó Demien, alzando la mano en un gesto que cortó cualquier intento de réplica—. Las declaraciones de la señorita Pinnock son contundentes, y no me interesan excusas absurdas.

Neta-lee asintió con rigidez, apretando los dientes mientras tomaba una pequeña inspiración para calmarse. Cuando habló, su voz salió fuerte, firme y cargada de determinación.

—Sí, la ataqué —concedió, enfrentando la mirada helada de Demien—. Pero solo porque la encontré maltratando a Noah.

—Ella señaló que le estaba corrigiendo. Es su trabajo, no el suyo.

—¿Golpeándolo? ¿Tirándolo al piso y burlándose de él? —replicó Neta-lee, alzando un poco la voz, enardecida—. No creo que la señorita Pinnock solo le estuviera corrigiendo. Ella le pegó frente a mis ojos, lo insultó y, incluso cuando me vio, no tuvo la decencia de disculparse.

—Usted la agredió —señaló Demien con aspereza, su tono implacable.

—Y ella a mí —respondió Neta-lee, plantándole cara sin titubear—. Y sobre las otras acusaciones, sancióneme si quiere, pero no es la única infracción que esa mujer ha cometido en esta casa.

—Invadió propiedad privada, ordenó que registraran las pertenencias de la señorita Pinnock, y la sometió a un trato humillante e injustificado —reiteró con voz brutalmente cortante—. Además, pasó sobre mi autoridad en esta casa. ¿De verdad cree que puede actuar de esa manera sin consecuencias?

¿Es que ese hombre no escuchaba? Neta-lee sintió como la furia se encendía en su interior. ¡Esa mujer había golpeado a su hijo y él la estaba defendiendo! Era inadmisible. Con cada palabra, el poco respeto que Neta-lee alguna vez tuvo por Demien como padre se estaba desmoronando.

—¡La señorita Pinnock es una ladrona! —exclamó, sus nervios al límite y su voz cargada de violencia reprimida—. La hallé robando artículos de plata del antiguo cuarto de la señora Vincent. Por eso pedí que comenzaran a revisar sus cosas antes de que se marchara.

Las palabras de Neta-lee descompusieron la máscara de enfado de Demien, reemplazándola con sorpresa.

—Se dedica a hablar de sexo y alcohol frente a Noah —continuó, su voz teñida de rabia—. No hablaba con su familia, como dijo, sino con sus amigas. ¿Cree que es apropiado que un niño de seis años escuche que se mete por la vagina su niñera? ¿O qué clase de drogas utiliza? ¡O mejor aún! ¿Le parece bien que él sepa con cuántos hombres y mujeres se acuesta esa mujer por noche? ¿O cuánta fue la cuota de penes que chupó el día anterior?

—¡Paso sobre mi autoridad! —gritó Demien, inclinándose sobre el escritorio, su postura amenazadora mientras intentaba recuperar el control.

¡Esto era ridículo! ¿De verdad él estaba ignorando la gravedad del asunto?

—¡Actué como consideré necesario! —replicó Neta-lee, su voz firme y cargada de determinación—. No iba a quedarme de brazos cruzados mientras esa mujer maltrataba a su hijo. Alguien tenía que ponerle un alto, y lo hice.

Su mirada desafiante se clavó en la de Demien, enfrentándolo con una frialdad cortante.

—No puedo permitir que traten mal a Noah. No mientras pueda interferir —añadió, su tono más bajo, pero igual de contundente.

—Usted aquí es solo una empleada, señorita Saint-Rose. No se olvide de ese detalle —espetó Demien, su voz impregnada de desprecio—. Lo que haga o deje de hacer con mi hijo es mi maldito problema. ¿Queda claro?

Neta-lee apretó los dientes con tal fuerza que el dolor comenzó a propagarse por su mandíbula. La tensión acumulada en su cuerpo era insoportable, y las palabras llenas de rabia se atascaron en su garganta en un nudo doloroso.

Ese hombre hosco no escuchaba razones, su maldita autoridad parecía importarle más que el bienestar de su hijo. ¡Era un malnacido! E incluso era peor que Nicole. Porque él, como padre, debería haber sido el refugio y la defensa de Noah, el único dispuesto a protegerlo frente al peligro. Pero en lugar de cumplir ese papel, había decidido ignorar lo evidente y respaldar lo indefendible.

Neta-lee contuvo el impulso de dejar salir su furia. Si no estuviera bajo las órdenes de Demien y si no tuviera tanto que perder, habría respondido de una manera que él no olvidaría jamás.

Tragó con fuerza, sintiendo cómo las lágrimas de frustración amenazaban con brotar. Se levantó, apretando los labios en una mueca de control. Caminó con rapidez hacia la salida, escapando de las barbaridades que sabía que podía decir o hacer si permanecía un segundo más.

—Ya puede retirarse —dijo Demien con aspereza cuando ella ya estaba llegando a la puerta.

Neta-lee se detuvo, giró sobre sus talones y lo enfrentó con indiferencia.

—Lo que usted diga, señor Vincent —respondió, su voz cargada de sarcasmo.

Esbozó la más dulce y falsa de las sonrisas, y abrió la puerta de un tirón.

Nicole estaba al otro lado, sentada en su mesa de trabajo frente a la puerta. La sonrisa hipócrita que adornaba su rostro tenía un matiz de triunfo que prendió fuego al temple de Neta-lee. Cuando Demien gritó su nombre desde el despacho, Nicole se levantó con una exagerada lentitud, ajustándose la falda de forma descarada antes de caminar con un aire de suficiencia hacia la puerta.

Neta-lee no pudo contenerse. Mientras Nicole pasaba por su lado, la detuvo del brazo y lo apretó con fuerza, sus dedos clavándose como una advertencia silenciosa.

—Acércate a Noah una vez más —susurró, su voz cargada de amenaza—, hazle daño otra vez y créeme, Nicole, te partiré la cara de zorra, te cortaré los dedos uno por uno y te los meteré por la garganta. Hazlo. Hazle daño y me haré cargo de que en tu maldita vida vuelvas a ponerte de pie.

La soltó de repente, como si su piel quemara, y el sonido de la puerta cerrándose tras ella resonó en la habitación como un golpe final.

Frustrada, Neta-lee cerró los ojos con fuerza, tratando de contener el torrente de emociones que amenazaba con desbordarse. Pero no pudo evitar que las lágrimas encontraran su camino, deslizándose por sus mejillas, mezcla de rabia e impotencia.

No lo merecía. Él no lo merecía y jamás lo haría. Era demasiado frío para la calidez de ese niño.

Ese hombre no merecía la alegría que Noah irradiaba. Ignoraba, alejaba y abandonaba a su hijo, permitiendo además que mujeres como Nicole Pinnock lo hirieran. Un sollozo se escapó de sus labios, y mordió su labio inferior en un intento desesperado por controlar su dolor.

Con una mano temblorosa, se cubrió la boca, mientras que la otra buscaba apoyo en el borde de su escritorio. Todo en ella temblaba.

Era injusto… tan malditamente injusto.

¿Cómo podía la vida permitir que quienes no lo merecían fueran padres, mientras aquellos que estaban dispuestos a dar amor verdadero y comprensión se quedaban en el vacío? Era una crueldad que no podía entender ni aceptar. Demien nunca lo mereció. No ahora, ni nunca.

Inspiró profundamente, llenando sus pulmones de aire en un esfuerzo por recobrar la calma. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y limpió los rastros de emoción de su rostro. Sabía que no era más que una empleada en esa mansión. Pero también sabía que haría todo lo que estuviera en su poder para que Noah tuviera el cuidado que necesitaba y merecía. Incluso si eso significaba enfrentar a su maldito jefe una y otra vez.

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