Capítulo cuatro

Quince minutos después, ya completamente calmada, Neta-lee entró en la cocina. Stacy y Rosita la observaron con ansiedad, pero con un sencillo ademán de su mano les indicó que no hicieran preguntas por el momento. Al acercarse a Noah, le regaló su mejor sonrisa tranquilizadora, llena de ternura, y se sentó junto a él en la mesa.

Noah la miraba con preocupación, sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza y curiosidad. Neta-lee, decidida a cambiar esa expresión, comenzó a distraerlo con bromas juguetonas y palabras cálidas, hasta que logró que el niño entendiera que ella estaba bien.

Stacy empezó a servirles la cena, y el incómodo silencio inicial comenzó a desvanecerse mientras Neta-lee animaba a Noah con bromas y gestos alegres. Poco a poco, logró que el niño se abriera y comenzara a hablar sobre lo que había aprendido con su profesor ese día. Las bromas chispeantes de Rosita y Stacy no tardaron en llenar la habitación, y en medio de risas compartidas, la cena se transformó en un momento de refugio y unión.

Cuando llegó la hora de dormir, Neta-lee acompañó a Noah hasta su cuarto. Supervisó cuidadosamente que se lavara los dientes de manera correcta y se pusiera su pijama. Una vez acostado, lo arropó con cariño y fue por el cuento que él había elegido para esa noche.

Se sentó a su lado, recostando su espalda en el cabecero acolchado de la cama. Mientras narraba la historia, su voz clara y suave llenó la habitación con vida. Imitaba las voces de los personajes, mostraba los dibujos del libro y se detenía cada vez que Noah tenía alguna pregunta, asegurándose de que cada detalle cobrara sentido para él. Sus imitaciones exageradas y bromas sin sentido arrancaron risas genuinas del niño, cuyos ojos brillaban atentos hasta el último momento de la historia.

—¿Nate? —preguntó Noah, rompiendo el breve silencio mientras ella buscaba otro cuento corto en los estantes para leerle.

—¿Sí? —respondió Neta-lee, volviendo a su lado.

El silencio que siguió fue pesado, como si Noah buscara las palabras correctas. Finalmente, cuando Neta-lee se sentó junto a él nuevamente, el niño bajó la mirada y habló con voz tímida.

—Perdón —dijo en un susurro que hizo que Neta-lee apartara su atención del libro inmediatamente.

—¿Por qué? —preguntó, su tono tranquilo pero sorprendido.

Noah parpadeó un par de veces, y dos lágrimas pesadas rodaron por su rostro, cayendo en la almohada. Su labio inferior temblaba mientras intentaba formar palabras, abrazando su mantita como un escudo.

—Porque por mi culpa mi padre te gritó —sollozó.

Un dolor agudo atravesó el pecho de Neta-lee, y sin pensarlo, se quitó los tacones con la punta de sus pies. Se recostó en la cama junto a Noah, nivelando su mirada con la del niño.

—Oh, dulzura, no fue tu culpa —dijo con ternura, acariciando su cabello con delicadeza mientras secaba las lágrimas de su rostro—. Tú no tienes la culpa de nada, Noah —afirmó en voz baja, su tono cálido y protector.

Noah la miró, sus ojos llenos de tristeza y arrepentimiento.

—Pero Nicole tiene razón —dijo entre sollozos—. Soy malo. Mi padre no me quiere porque soy malo y la desobedecí.

Aquellas palabras susurradas rompieron el ya lastimado corazón de Neta-lee en mil pedazos. Noah, ese niño tan dulce y maravilloso, ahora tenía su cabeza y corazón contaminados por las crueles palabras de una mujer despiadada. Con cuidado, estiró los brazos y lo atrajo hacia su pecho, abrazándolo como si su vida dependiera de ello. No le importó si alguien podía verla o juzgarla en ese momento. Noah la necesitaba, y ella a él… más incluso que al aire que respiraba.

Sus manos se movieron con delicadeza, acariciando su cabello mientras besaba su coronilla. El sonido de los pequeños sollozos del niño llenaba la habitación, haciéndola doler en lo más profundo de su ser, de una manera que hacía mucho no experimentaba.

Malditos sean Demien y Nicole, pensó con amargura.

—Noah, mírame —murmuró, separándose un poco para sostener su pequeño rostro con ambas manos, limpiando con cuidado las lágrimas que seguían rodando por sus mejillas—. Nada de lo que ella dijo es cierto, ¿de acuerdo? No eres un niño malo, tampoco eres desobediente.

—Pero mi padre no me quiere, y nadie me va a querer porque Nicole dijo que soy malo —sollozó Noah, su labio inferior temblando mientras una nueva ola de lágrimas inundaba su rostro.

La furia de Neta-lee se encendió, como una llama viva. Sus labios se apretaron con fuerza, tragándose todos los insultos que tenía en mente dirigidos a Nicole. Respiró hondo, buscando las mejores palabras posibles para consolar al niño.

—Eso no es verdad. Tu padre te quiere —aseguró, aun cuando ella misma dudaba de sus palabras. Con el pulgar, secó las lágrimas que seguían manchando aquellas dulces mejillas infantiles—. Él te adora, cariño, pero está pasando un momento difícil.

Un difícil momento de ser un completo imbécil, pensó Neta-lee, conteniendo una mueca desdeñosa.

—Y si me quiere, ¿por qué no juega conmigo? —preguntó Noah en un murmullo casi inaudible.

El nudo en la garganta de Neta-lee creció, y la rabia contra Demien y Nicole se renovó con fuerza. Maldijo interiormente a ambos, por crear tales inseguridades ese pequeño niño.

—Porque… porque… —intentó responder, buscando algo, cualquier cosa que no rompiera por completo al niño frente a ella.

¿Qué le diría? No podía siquiera abrir la boca. Demien era un huraño bastardo, que dañaba a su encantador hijo con la distancia.

Finalmente, decidió seguir con su mentira blanca.

—Él tiene trabajo. Su trabajo es duro y a veces queda demasiado cansado para jugar. Muchas veces me he enterado que entra a tu cuarto, besa tu frente y vuelve al trabajo.

Los sollozos intermitentes de Noah se detuvieron, y miró a Neta-lee fijamente.

—¿Trabaja toda la noche también?

—Sí —mintió Neta-lee con un asentimiento suave, sin dejar de acariciar su mejilla—. Tu padre tiene un trabajo duro y a veces no le queda demasiado tiempo para estar contigo —añadió, pasando un dedo por su rostro, perfilando su nariz pequeña—. No está bien que no lo esté. Pero eso no quiere decir que él no te ame muchísimo —agregó en un susurro, poniendo una mano sobre el corazón de Noah.

Sus ojitos ahora la miraban atentos, con sus largas pestañas húmedas y brillantes por las lágrimas.

—Él trabaja para que tengas lo necesario: la comida, pagar las cuentas de la casa y cubrir lo que necesitas, como las clases con tu profesor. ¿Lo entiendes, cielo?

—Creo que sí —respondió Noah, sorbiendo sonoramente.

Neta-lee le dedicó una sonrisa melancólica y le limpió la nariz con la manga de su chaqueta de traje.

—Pero él te quiere profundamente —afirmó una vez más, dándole tranquilidad.

Noah, que la miró con una sombra reflexiva en esos hermosos ojos verdes madreselva, se mordió su pequeño labio y alzó más su carita.

—¿Y tú… tú me quieres? —preguntó en un hilo de voz, como si temiera la respuesta.

El corazón de Neta-lee pareció detenerse un momento. Aquella pregunta la golpeó como una avalancha de emociones. Con los ojos llenos de lágrimas, le dedicó una sonrisa cálida y sincera, acercándose más a él hasta que sus frentes se rozaron.

Tal vez no debía hacerlo. Es más, sabía que no tenía derecho, pero no podía evitarlo. Años de guardar ese tremendo secreto que la ahogaba habían llegado a su límite. Tenía que salir a flote, tenía que decírselo, incluso si dolía.

—Yo te quiero con todo mi corazón —susurró, permitiendo que las palabras, guardadas en su pecho desde el día en que lo conoció, salieran al fin.

Ese niño no solo había conquistado su corazón con sus ojitos verdes melancólicos y esa sonrisa tímida que siempre parecía acompañarlo. También lo había hecho con cada pequeña cosa: sus enseñanzas inesperadas, sus largos silencios llenos de significado, su dulzura y esas breves explosiones de alegría que iluminaban cualquier día gris. Las sonrisas que compartían, las historias que Noah le contaba y los momentos de complicidad que forjaban eran como tesoros que Neta-lee atesoraba profundamente.

Aún guardaba sus dibujos infantiles, esas pequeñas obras que él había creado con sus manitas torpes, y también algunas fotos que había tomado de él sin que se diera cuenta. Aunque el tiempo que llevaba a su lado no era largo, para Neta-lee jamás sería suficiente. Y ahora, después de tanto tiempo guardando sus sentimientos en el silencio, el peso que había oprimido su pecho parecía desvanecerse por completo. Porque era verdad, era real. Y él merecía todo ese amor y mucho más.

—También te quiero, Nate —susurró Noah en un hilo de voz que resonó como un latido en su alma.

Neta-lee contuvo la respiración, sorprendida por sus palabras. Y luego, con una ternura que desbordaba su corazón, Noah se separó de ella e inclinó la cabeza para acurrucarse a su lado. Su pequeño rostro se escondió contra su cuello mientras sus bracitos la rodeaban con fuerza, como si temiera que ella se desvaneciera si no se aferraba lo suficiente.

El llanto de Noah se había calmado, pero Neta-lee ahora luchaba contra sus propias lágrimas. Su corazón latía con una mezcla dolorosa de rabia, tristeza y un amor tan intenso que casi la abrumaba.

Ese niño, tan maravilloso, merecía todo el amor del mundo. Y aún así, personas como Nicole y Demien parecían ciegos a lo especial que era.

Malditos ellos. Malditos todos, pensó con desdén.

Neta-lee lo abrazó con fuerza, sus manos recorriendo su pequeña espalda en caricias lentas y constantes. No supo cuánto tiempo pasó sosteniéndolo así, pero permaneció hasta que la respiración de Noah se volvió pesada y rítmica, marcando el sueño que al fin lo había alcanzado.

Incluso entonces, se quedó un poco más de lo necesario, incapaz de soltarlo. Sus lágrimas fluyeron libremente, rodando por sus mejillas en silenciosa resignación. Cuando por fin logró controlar sus emociones, lo acomodó con cuidado sobre la almohada, arropándolo con ternura. Le acarició el perfil de la nariz con la yema de su dedo meñique, como si ese gesto pudiera borrar todo el dolor del mundo. Observándolo dormir, sintió que su corazón dolía de una manera que no había experimentado desde hace tiempo.

Ver a Noah dolía; siempre dolía mucho. Desde el primer momento, todo se había transformado: el dolor y la alegría, la pasión por su trabajo y los pequeños momentos a su lado. Todo hacía que su corazón se estremeciera… y no tenía idea de si eso era una buena idea.

Desde que lo conoció, su vida había cambiado por completo; todo se sentía más profundo, más real cuando Noah estaba cerca. Pero también sabía que días como esos, cuando el fin de semana llegaba y debía irse a casa, se convertían en una tortura silenciosa. Contaba las horas para volver a verlo, para regresar a esa luz que Noah traía a su vida, incluso si eso significaba enfrentarse a las dificultades que acompañaban ese amor incondicional.

Un tormento sin fin de sentimientos dispersos. Un dolor constante que repercutía en su pecho hasta la llegada del lunes, cuando al fin podía volver a verlo.

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