Mundo ficciónIniciar sesiónLisa
Me desperté con un dolor en la cabeza que latía como si alguien golpeara desde adentro. Tenía la garganta seca, los ojos pesados y una sensación incómoda, como si la noche anterior me perteneciera solo a medias. Había cosas que recordaba: risas, luces, el olor del alcohol, música alta y el cuerpo liviano de Stephanie girando en la pista. Pero también había huecos, espacios vacíos donde la memoria debería estar. Y entre esos huecos, una imagen que se repetía: labios. Un beso. Intenso, confuso, pero sin rostro. Me incorporé en la cama de Steph, aún mareada, y vi el desastre de botellas y ropa esparcida por el piso. Ella dormía, enredada entre las sábanas, con la respiración tranquila. Parecía no tener remordimientos de nada. En cambio, yo sentía un peso en el pecho. Bajé a la cocina buscando agua. Stephanie apareció minutos después, despeinada, con su típica sonrisa postfiesta. —Buenos días, dormilona —dijo con voz ronca. —¿Qué pasó anoche? —pregunté de golpe, sin rodeos. Ella alzó las cejas, divertida. —¿No te acordás? Negué. —No mucho. Tengo lagunas. Recuerdo estar en la pista, después… nada claro. Steph se cruzó de brazos y me observó un momento. —Te vi besándote con alguien —dijo finalmente, y sentí cómo se me helaba la sangre. —¿Con quién? —pregunté casi sin voz. —No sé quién era el chico —contestó encogiéndose de hombros—. Solo vi que estabas en una esquina, medio escondidos. Él estaba de espalda a mí, así que no pude verle la cara. Pero sé que era el hermano de Tyler. La miré sin entender. —¿El hermano de Tyler? —Sí. Pero no lo conozco. Tyler nunca me lo presentó. —Se rió nerviosa—. Solo lo vi un par de veces de lejos, pero nunca supe su nombre. Me quedé callada, con un vacío en el estómago. No saber quién era el chico con el que me había besado me resultaba peor que cualquier resaca. Intenté forzar mi memoria, pero cuanto más trataba de recordar, más borroso se volvía todo. Un beso, su olor, una voz grave… y nada más. —No sé qué pensar —murmuré—. ¿Y si hice algo más? —No hiciste nada raro —aseguró Steph, bebiendo café—. Después del beso, el chico se fue y vos te quedaste conmigo. No pasó nada. Me apoyé contra la mesada, aliviada, pero el corazón seguía desacompasado. —Necesito aire —dije—. Voy a la universidad. Tal vez eso me despeje. —¿Vas así? —preguntó Steph—. Parecés un fantasma. —Sí. Quiero distraerme. Nos vestimos y salimos. El aire fresco me golpeó la cara, y por un instante sentí que todo podía volver a ser normal. Pero el recuerdo del beso seguía ahí, escondido detrás de los parpadeos. En la universidad, el bullicio habitual me resultó insoportable. Fui directamente al aula, con la esperanza de ocuparme en algo. Pero cuando llegué, un grupo de alumnos charlaba afuera. —El profesor Beaumont no viene hoy —me dijo una chica al pasar—. Se ausentó por asuntos personales. Tragué saliva. Entré de todas formas, como si mi cuerpo necesitara comprobar que realmente no estaba. El aula vacía tenía un silencio distinto, cargado. Busqué su escritorio, sus papeles, su taza de café… nada. Todo estaba ordenado, demasiado. Me quedé unos minutos quieta, sin saber por qué lo hacía. Tal vez porque, aunque mi cabeza se negaba a unir los puntos, mi cuerpo ya sospechaba algo. Cuando salí, el pasillo me pareció infinito. No quise volver con Stephanie. Necesitaba cambiar de ambiente, y sin pensarlo demasiado, tomé un colectivo hacia la casa de mi madre. La puerta estaba abierta. El olor a salsa de tomate inundaba todo, como siempre que intentaba arreglar los silencios con comida. Caminé hasta el comedor. Mi madre estaba sentada, los ojos rojos, el cabello desordenado. —¿Dónde estuviste? —preguntó con un hilo de voz. —Con Stephanie —respondí, seca. No me preguntó nada más, y yo tampoco. No necesitaba. El aire lo decía todo. Las lágrimas, la mirada baja, la marca morada apenas disimulada en su mejilla. Mi garganta se apretó. —¿Otra vez? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Ella apartó la vista. —No lo entiendas mal, hija… no quería que lo vieras así. —No lo entiendo mal, mamá. Lo entiendo demasiado bien —dije, con un tono que me salió más duro de lo que esperaba—. Y me cansé. Ella suspiró, tratando de mantener la voz firme. —No es tan fácil, Lisa. —Sí lo es —la interrumpí—. Si te vuelve a levantar la mano, lo denuncio. No importa lo que digas, no importa cuánto lo quieras justificar. Si vuelve a tocarte, lo denuncio. Mi madre se quedó en silencio. Sus labios temblaron un segundo antes de hablar. —No quiero que sufras por esto. —Ya sufro —le dije, sincera—. Cada vez que vengo y te encuentro así. Cada vez que fingís que todo está bien. Ella me miró como si no reconociera a la persona que tenía enfrente. Quizás era cierto: había algo distinto en mi voz, algo que ni siquiera yo había notado antes. Tal vez porque después de tanto miedo, solo quedaba furia. —Hice tu comida favorita —dijo, tratando de suavizar el momento—. Tal vez podamos almorzar juntas. Me quedé quieta unos segundos. Quise gritar, pero me contuve. Sabía que lo hacía para compensar, para que yo no la juzgara, para que creyera que todo seguía igual. Me senté, probé el primer bocado y supe que no podía disfrutarlo. —Mamá —dije, bajando la voz—. No te voy a juzgar. Pero tampoco voy a mirar hacia otro lado. Ella bajó la cabeza. —Lo siento —murmuró, y no supe si me hablaba a mí o a ella misma. Me levanté, agarré el bolso. —Voy a salir —anuncié—. Pero recordá lo que te dije. Si vuelve a hacerlo, no me importa nada: lo denuncio. Ella no respondió. Solo asintió, sin atreverse a levantar la vista. Salí de la casa con el corazón latiéndome en las sienes. El viento me despeinó, y por un instante creí sentir la misma ráfaga de la noche anterior, el mismo olor a piel y a peligro. Un beso sin rostro. Un profesor ausente. Una promesa rota en la mesa del comedor. Mientras caminaba, entendí que había más de una cosa que necesitaba descubrir… y que ninguna iba a dejarme dormir tranquila hasta hacerlo.






