Mundo ficciónIniciar sesiónLisa
No tenía ganas de ir a la universidad. Ni de ver a nadie, ni de escuchar las mismas preguntas, ni de fingir que todo estaba bien. Así que me escapé. Caminé sin rumbo hasta que mis pasos me llevaron, casi sin pensarlo, a la vieja casa abandonada. Era el único lugar donde podía respirar sin sentirme observada. Donde no existían mis padres, ni las reglas, ni el peso de las miradas ajenas. Solo yo, el silencio y el polvo flotando entre los rayos de luz que se filtraban por las ventanas rotas. Me senté en el suelo, con la espalda contra la pared fría, y cerré los ojos. El aire olía a humedad y madera vieja, pero aun así me tranquilizaba. Era el único espacio donde podía dejar de fingir, donde podía derrumbarme sin testigos. Todo lo que había reprimido en días parecía querer salir de golpe: el cansancio, la rabia, la tristeza que se enroscaba en mi pecho como un nudo imposible de soltar. No sabía cuánto tiempo había pasado cuando escuché pasos detrás de mí. Pensé que era mi imaginación… hasta que una voz grave rompió el silencio. —Algo me dijo que estabas aquí. Abrí los ojos de golpe. Mi cuerpo se tensó al reconocerlo. Cristian. Estaba de pie junto a la puerta, con esa expresión entre seria y curiosa que tanto me exasperaba. Pero había algo más: una sombra en su mirada, algo que no había notado antes, como si él también estuviera huyendo de algo. —Deberían darle un premio por el nivel de su intuición —respondí con ironía, cruzando los brazos para ocultar el temblor en mis manos. Él dio un par de pasos hacia mí. No parecía molesto, solo… expectante, como si estuviera midiendo cada palabra, cada movimiento. —¿Por qué no fuiste a la universidad? —preguntó, con un tono más tranquilo de lo que esperaba. —No tenía ganas —contesté sin mirarlo. El silencio cayó pesado. Solo el sonido del viento colándose por una rendija nos acompañaba. Sentí su mirada sobre mí, fija, penetrante, y deseé que apartara los ojos… aunque una parte de mí no quería que lo hiciera. —¿Por qué sigues viniendo aquí? —insistió—. Ya te dije que no es un lugar para ti. Puede ser peligroso. Me levanté de golpe, más por impulso que por decisión. —Porque usted no manda en mi vida —solté, con la voz temblando de rabia—. Ya le dije que no se meta en ella. Usted no me dice lo que tengo que hacer. Cristian suspiró, y durante un segundo creí que iba a acercarse. Pero no lo hizo. Me observó con una mezcla de cansancio y algo que no supe descifrar, algo entre frustración y deseo contenido. —¿Por qué tenía que tocarme una tan testaruda? —murmuró, casi para sí mismo. —¿Una qué? —pregunté, frunciendo el ceño. Él negó con la cabeza. —Nada. Olvídalo. Me crucé de brazos, intentando recuperar el control que sentía escaparse con cada palabra suya. —¿Sabe qué? Me molesta mucho su manera de mirarme. Y cuando habla de esa manera tan misteriosa… también. Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa, esa que no mostraba del todo, pero que se insinuaba lo justo para desarmarme. Dio otro paso hacia mí. Y luego otro. El aire entre nosotros se volvió espeso, casi eléctrico. —Si supieras todo lo que me imagino haciendo cuando te miro —dijo en voz baja, tan cerca que pude sentir su respiración rozando mi piel—, no solo te molestaría… saldrías corriendo. El corazón me golpeó el pecho. —¿Qué? —pregunté, sin entender, aunque una parte de mí sí entendía. O quería hacerlo. Era una confesión y una advertencia al mismo tiempo. Su mirada bajó apenas a mis labios antes de volver a mis ojos. —Tienes los ojos más bonitos que he visto en mi vida, luna —susurró. Mi respiración se detuvo. Sentí un calor extraño subir desde el pecho hasta la garganta. —¿Luna? —repetí, sin comprender del todo. Él siguió acercándose, la voz cada vez más baja, la distancia cada vez más corta. —Sí, luna. —Su voz fue apenas un murmullo antes de que me besara. No tuve tiempo de pensar, ni de apartarme, ni de entender qué estaba pasando. Sus labios chocaron con los míos con una mezcla de urgencia y contención, como si todo lo que había callado estallara en ese instante. Sentí cómo el mundo se detenía, cómo el aire se volvía pesado, cómo el suelo desaparecía bajo mis pies. Su mano rozó mi mejilla con una delicadeza que contrastaba con la intensidad del beso, y algo dentro de mí se quebró. Y aunque sabía que debía alejarme, que era mi profesor, que nada de esto tenía sentido… no pude hacerlo. Solo después de unos segundos, cuando se separó lentamente, volví a respirar. Él me miró sin decir nada, los ojos brillando a la tenue luz del atardecer que entraba por la ventana. Yo no supe qué decir. Ni qué sentir. Solo supe que ya nada volvería a ser igual.






