Lisa
No tenía ganas de ir a la universidad. Ni de ver a nadie, ni de escuchar las mismas preguntas, ni de fingir que todo estaba bien. Así que me escapé. Caminé sin rumbo hasta que mis pasos me llevaron, casi sin pensarlo, a la vieja casa abandonada.
Era el único lugar donde podía respirar sin sentirme observada. Donde no existían mis padres, ni las reglas, ni el peso de las miradas ajenas. Solo yo, el silencio y el polvo flotando entre los rayos de luz que se filtraban por las ventanas rotas.
Me senté en el suelo, con la espalda contra la pared fría, y cerré los ojos. El aire olía a humedad y madera vieja, pero aun así me tranquilizaba. Era el único espacio donde podía dejar de fingir, donde podía derrumbarme sin testigos. Todo lo que había reprimido en días parecía querer salir de golpe: el cansancio, la rabia, la tristeza que se enroscaba en mi pecho como un nudo imposible de soltar.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando escuché pasos detrás de mí. Pensé que era mi imaginación