Capítulo 15 Metáfora

Lisa

Cuando se separó, mi cabeza no dejó de dar vueltas. El beso todavía ardía en la piel de mis labios como si hubiera dejado una marca. Lo vi quedarse quieto, mirándome con una mezcla de alguna cosa que no supe nombrar —cuidado, quizás— y durante un segundo pensé que todo iba a volverse más claro. Pero mi razón no pudo alcanzarlo: eran demasiadas reglas confusas, demasiadas cosas que no quería admitir.

No supe cómo reaccionar. Sentí el impulso de quedarme, de hablar, de preguntar cómo había pasado todo aquello, de preguntar por qué él, por qué ahora. Pero lo único que hice fue retroceder un paso, luego otro. La calma que había buscado en la casa se quebró en mil cristales y yo no supe juntarlos.

—Yo —musité, y la palabra sonó inútil—. Esto… no puede ser.

Él no dijo nada. Sus manos, apoyadas en los costados, temblaron apenas. Me miró con esa intensidad contenida que ya conocía lo suficiente para asustarme. En mi pecho hubo una pelea entre lo que la noche me permitía y lo que la mañana me recordaría: yo no quería que otros decidieran por mí, y sin embargo algo en mí deseaba mostrarse dócil frente a él. Me odié por pensar eso.

No pensé en nada más: me di vuelta y salí de la casa a todo correr. La puerta se cerró detrás de mí con un golpe seco. Corrí sin rumbo, las piernas me dolían, el aire me quemaba la garganta. No quise mirar atrás. Tenía la certeza de que si lo hacía, me daría la vuelta y lo besaría otra vez. Y no sabía si podía soportarlo.

Llegué a la calle sin plan alguno y me senté en un cordón, hediendo a fatiga y a adrenalina. No supe cuánto tiempo estuve ahí. Sólo recuerdo que el llanto me sorprendió: primero unas lágrimas sueltas, luego un sollozo que no quise controlar. Me sentí ridícula por huir como una niña, pero también aliviada. Huir me dio la espalda a la culpa, aunque fuese por un rato.

Al día siguiente desperté con la sensación de haber dormido mal y haber soñado mal. La boca me dolía un poco, como si el recuerdo del beso se quedara pegado a las comisuras. Me lavé la cara una y otra vez, intenté borrarme el rastro de la noche con agua fría y café, pero la memoria no era algo que el jabón pudiera quitar.

Tenía que ir a la universidad. No había manera de posponerlo: era martes y me tocaba asistir a una materia obligatoria. Además, sabía que su forma de enseñarme no me permitiría evitarlo para siempre. Me obligué a vestirme con algo neutro, recogí mi cabello y me repetí que ese hombre era mi profesor y nada más, que debía comportarme con la distancia que correspondía.

Entré al aula con la puntualidad de siempre, y aún antes de sentarme noté la atmósfera distinta. Él ya estaba instalado, con sus papeles ordenados, mirándome por un instante en cuanto crucé la puerta. Evité devolver la mirada. Me senté y saqué mis apuntes con la mano que no temblaba. Intenté concentrarme en otra cosa, en una palabra ancla: lógica. Pero la lógica se negó.

La clase avanzó en el tono habitual, con su voz medida, sus construcciones elegantes. Habló de teoría, de ejemplos, de análisis críticos. Durante la exposición, sin embargo, su sonrisa se hizo un poco diferente: más leve, enmarcada por un brillo que venía de otro sitio. Yo sentí el frío en la nuca. Sabía que algo iba a cambiar el curso de la lección.

—En la vida —dijo de pronto, como quien introduce una analogía—, a veces nos enfrentamos a momentos que nos enseñan más que un libro entero. Es como la primera vez que besas a alguien: ese instante condensado de sorpresa, vergüenza y curiosidad. —Miró la pizarra, y luego lentamente al resto del aula—. Uno recuerda la duda, el pulso, la certeza de que nada volverá a ser exactamente igual.

Mis dedos en el bolígrafo dejaron de moverse. Todo el aire en el aula se concentró en esa frase. No fue un comentario casual: la metáfora estaba ahí, colocada entre un caso teórico y otro, como si fuera una lección más. Sentí el latido en mis sienes subir. No había duda de que hablaba de algo más que un ejemplo académico. Hablaba de nosotros.

Las mejillas se me calentaron sin permiso. Escuché a un par de alumnos reírse nerviosos; algunos miraron alrededor, incómodos. Yo quería saltar desde mi asiento y decirle que eso era indecente, que un profesor no usaba su autoridad para… para eso. Quería golpearle la mesa, escupir mi rabia. Pero me mordí el labio y sostuve el bolígrafo con fuerza.

Continuó hablando, usando la idea del beso como si fuera una herramienta retórica: el riesgo, la pérdida de control, el aprendizaje. Cada palabra le calzaba con una precisión que me dolía. Yo sabía que lo que él decía no era neutral; estaba cargado, y yo era la destinataria. El rubor en las mejillas me delataba y me enojó aún más, porque sabía que él lo notaba.

—A veces —añadió, con un guiño apenas perceptible—, la experiencia cambia la interpretación que tenemos del mundo. Y no siempre es culpa de la otra persona; a veces es la propia apertura la que nos lanza hacia algo nuevo.

El comentario flotó en el aire como un reto. Sentí la rabia subir, primer oleada de calor que quería transformarse en reacción física. Imaginé tomar la carpeta de apuntes y lanzarla a su cara. Imaginé caminar hasta adelante y gritar que se comportara. Pero me quedé quieta; las manos sobre el cuaderno eran una jaula.

Cuando la clase terminó, la salida fue un acto mecánico. Salí con la sensación de haber sido desnudada en silencio. Afuera, el patio olía a hojas húmedas y a tareas. Crucé el campus sin saber a dónde ir. Todo mi cuerpo quería moverse en dirección contraria: hacia la casa abandonada, hacia el lugar que ya no era solo mío y que, sin embargo, me parecía el único sitio donde no sentir su eco.

No hablé con nadie. Caminé con la boca seca, repitiendo en mi mente las palabras que él había pronunciado, como si cada una quisiera engancharse a algo que todavía no podía explicar. Sabía que me había besado la noche anterior y que, de alguna forma, lo de hoy confirmaba que él estaba jugando con ese recuerdo. Me dolía y, en un rincón vergonzoso, me gustaba.

Pero la indignación predominó. Una parte mía juró que no le cedería el control de mis emociones. Y otra parte, la más absurda, se preguntó cuándo volvería a verlo así, con esa voz que hacía de la idea de un beso una lección.

Caminé hacia donde fuera, con la certeza de que aquello no iba a quedar en una metáfora más. Había pasado algo entre nosotros y ahora el mundo empezaba a nombrarlo en voz alta. Yo, por mi parte, solo tenía claro que no sabía qué hacer con lo que había hecho —ni con lo que él pretendía enseñarme.

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