Lisa
Cuando se separó, mi cabeza no dejó de dar vueltas. El beso todavía ardía en la piel de mis labios como si hubiera dejado una marca. Lo vi quedarse quieto, mirándome con una mezcla de alguna cosa que no supe nombrar —cuidado, quizás— y durante un segundo pensé que todo iba a volverse más claro. Pero mi razón no pudo alcanzarlo: eran demasiadas reglas confusas, demasiadas cosas que no quería admitir.
No supe cómo reaccionar. Sentí el impulso de quedarme, de hablar, de preguntar cómo había pasado todo aquello, de preguntar por qué él, por qué ahora. Pero lo único que hice fue retroceder un paso, luego otro. La calma que había buscado en la casa se quebró en mil cristales y yo no supe juntarlos.
—Yo —musité, y la palabra sonó inútil—. Esto… no puede ser.
Él no dijo nada. Sus manos, apoyadas en los costados, temblaron apenas. Me miró con esa intensidad contenida que ya conocía lo suficiente para asustarme. En mi pecho hubo una pelea entre lo que la noche me permitía y lo que la mañan