Mundo ficciónIniciar sesiónLisa
El aula estaba en silencio. Traté de concentrarme en mi cuaderno, aunque cada segundo me recordaba que no estaba sola. La detención me hacía sentir atrapada, y la presencia de Cristian hacía que mi pecho latiera con fuerza, aunque intentara aparentar normalidad. De repente, la puerta se abrió y un chico entró. No lo conocía, y no tenía ninguna relación conmigo ni con la situación anterior. Solo venía a cumplir su propia detención. Se acomodó en un escritorio del fondo, murmurando un “disculpe la demora” que apenas escuché. Cristian permaneció firme, su postura impecable, pero podía notar el leve tenso en sus hombros y la mandíbula ligeramente apretada. Era evidente que no le gustaba la interrupción, aunque no tuviera nada que ver conmigo. Me senté un poco más rígida, intentando ignorar al chico, pero la incomodidad creció. Estábamos los tres en la misma aula, en silencio, mirándonos en movimientos sutiles. Cada tic del reloj parecía amplificado. Sentía cómo la tensión con Cristian llenaba el aire, haciendo que cada respiración fuera pesada y consciente. Intenté concentrarme en mi cuaderno. Escribí algunas notas, pero mis ojos se desviaban constantemente hacia él. Cada vez que levantaba la mirada, encontraba la suya fija en mí, evaluando, controlando, como siempre. Su enojo contenía algo más que disciplina; podía sentirlo como un hilo invisible que me mantenía atenta y alerta. El otro chico parecía incómodo, moviéndose en su asiento, mirando al frente pero evitando involucrarse. Yo sentía que el aula estaba cargada de energía contenida, de algo que no podía nombrar, y que el simple hecho de compartir espacio con los dos resultaba difícil de soportar. Intenté respirar hondo, tratando de calmar la tensión que se acumulaba en mi pecho. Mi enojo por la detención todavía estaba presente, mezclado con la confusión de sentirme tan atraída y a la vez tan irritada por la presencia de Cristian. Cada palabra que quisiera decir se quedaba atorada, y cada movimiento era medido, consciente de que él lo notaría todo. Finalmente, pasaron varios minutos en completo silencio. El reloj seguía avanzando, y la incomodidad se hacía más evidente. Ninguno hablaba, pero nos observábamos. Sentía que cada fibra de su cuerpo estaba alerta, y yo no podía apartar la mirada. Su enojo con lo que había ocurrido antes seguía palpable, y yo no podía evitar sentirme responsable, aunque no hubiera nada que pudiera hacer para cambiarlo. El chico del fondo parecía no entender nada, pero su presencia prolongaba ese silencio incómodo. Me sentí atrapada, y una parte de mí quería gritar, moverse, romper la tensión. Pero no podía. Cada músculo de mi cuerpo estaba tenso, y cada respiración me recordaba que estaba completamente expuesta a la intensidad de Cristian. Finalmente, la campana que marcaba el final de la detención sonó. Recojí mis cosas lentamente, intentando ordenar mis pensamientos y calmar la respiración que aún me aceleraba. Cristian permaneció en su lugar, observándome. Sus ojos brillaban con la fuerza de un enojo contenido, mezclado con algo más que no podía descifrar. Salí del aula, sintiendo que cada paso estaba cargado de la energía que había quedado suspendida entre nosotros. La tensión no desapareció, y me acompañó hasta la puerta. Sabía que su enojo no se disiparía con la salida del alumno o con mi regreso a la vida cotidiana. Al llegar a casa, la calma que esperaba encontrar no estaba. Abrí la puerta y vi la escena que me congeló: mi padre y mi madre en el sofá, abrazados y besándose. Mis manos se tensaron y la ira brotó como un torrente. Ayer, la violencia; hoy, la indiferencia de la reconciliación. Siempre lo mismo. —¡No puedo creerlo! —exclamé, incapaz de contener el enojo—. ¡Ayer me estaba golpeando y hoy se besan como si nada hubiera pasado! Mi madre me miró sorprendida, y mi padre abrió la boca para decir algo, pero ninguna de sus explicaciones podía calmar la furia que sentía. Todo lo que había vivido me empujaba a sentir que no había justicia, que siempre sería yo la que quedara atrapada en la soledad de sus ciclos interminables. Me fui a mi habitación, con los ojos ardiendo y el pecho apretado. Cerré la puerta detrás de mí y me dejé caer sobre la cama, tratando de contener las lágrimas. La repetición de la violencia y la reconciliación rápida era algo que había aprendido a soportar desde niña, y cada vez que ocurría, sentía que mi mundo se achicaba un poco más. Me recosté, con las manos apretando la colcha, sintiendo la frustración y la rabia mezcladas con una tristeza que nadie parecía notar. Durante años, había observado este mismo patrón: dolor y abuso, seguido de gestos que pretendían borrar todo como si no hubiera pasado nada, dejándome sola para procesar lo que ellos decidían olvidar. Suspiré, intentando calmar el nudo que se formaba en mi garganta. No entendía por qué siempre debía quedarme sola en medio de su caos, sin que nadie me escuchara, sin que nadie reconociera mi dolor. La sensación de injusticia y soledad se acumulaba, cada vez más difícil de soportar. Miré la ventana, observando cómo el sol desaparecía lentamente detrás de los edificios. Todo estaba teñido de naranja y sombras largas, y yo sentí que mi mundo también se llenaba de sombras, esas que nadie podía ver pero que yo cargaba conmigo a diario. El enojo con ellos seguía presente, mezclado con la sensación de impotencia. Mi habitación se volvió un refugio, un espacio donde podía permitirme sentir lo que llevaba dentro. A lo lejos, el sonido apagado de la ciudad me recordaba que el mundo seguía girando, pero yo seguía atrapada en mi propia burbuja de soledad y frustración. Cerré los ojos, respirando hondo, consciente de que otra vez tendría que enfrentar a mis padres y sus ciclos interminables, y que, como siempre, sería yo quien cargara con las emociones que ellos decidían ignorar. La ira seguía latiendo en mi pecho, y una parte de mí sabía que nada cambiaría, que ese patrón continuaría mientras yo permaneciera atrapada en la vida que ellos construían a su manera. Y mientras la noche caía, sentí que mi enojo se mezclaba con un cansancio profundo, con una certeza dolorosa: siempre sola, siempre mirando cómo ellos resolvían todo mientras yo aprendía a contener mi propia voz.






