Capítulo 11 Detención

Lisa

El aula estaba en silencio, y la luz de la tarde se filtraba por los ventanales, dibujando rectángulos alargados sobre los pupitres vacíos. Yo me senté en el fondo, con la espalda recta, intentando aparentar calma, aunque mi corazón latía demasiado rápido. La detención se sentía injusta, como un castigo impuesto por capricho, y no podía dejar de pensar en lo absurdo de la situación.

Cristian había encontrado la manera perfecta de aislarme, de obligarme a quedarme sola. Y ahora, mientras los segundos pasaban lentamente, sentía que cada uno de ellos estaba cargado de la presencia invisible que él dejaba tras de sí.

—¿Se puede? —una voz grave rompió el silencio.

Era él, por supuesto. No podía haber dudas. Su entrada alteró el ambiente como un cambio de clima súbito. Caminó hacia el frente, con pasos medidos, confiados, y se detuvo a un par de metros de mí. Sus ojos, profundos y oscuros, me atravesaban sin esfuerzo.

—Espero que esta detención le haga reflexionar, Lisa —dijo, con voz controlada, casi fría, pero con un hilo de algo más que no podía identificar.

Me encogí de hombros, intentando aparentar indiferencia.

—¡Pero no es justo! —exclamé, incapaz de contener el enojo que me subía por la garganta—. Yo no hice nada malo, y aun así me castiga.

Cristian dio un paso hacia mí, y la tensión entre nosotros se volvió casi insoportable. Su mirada no se suavizó; cada músculo de su rostro y cuerpo estaba contenido, como si luchara por mantener la calma.

—Lisa —dijo con voz baja y firme, peligrosa incluso en su moderación—. No estoy discutiendo culpabilidades. Solo le estoy diciendo que no se acerque a ese chico durante mis clases.

—¡Pero eso no tiene sentido! —protesté, incapaz de quedarme callada—. Él fue quien empezó a hablarme, no yo. No puedo ser castigada por algo que no hice.

Sus ojos se estrecharon apenas, y la mandíbula se le tensó. Todo en él emanaba control, autoridad y algo más profundo, difícil de nombrar, que hacía que mi propio enojo se mezclara con una extraña tensión que recorría mi cuerpo.

—Si considera que la detención es injusta, esa es su interpretación —dijo, con la voz medida, cargada de peso—. Las reglas de la clase no cambian por opiniones personales.

Intenté argumentar otra vez, mi voz más alta ahora, cargada de frustración.

—¡Pero profesor! Esto no es solo una regla, esto no tiene nada que ver con disciplina. ¡No hice nada!

Cristian avanzó un paso más, y la cercanía me dejó sin aliento. Pude sentir el calor de su cuerpo, la energía que emanaba, el poder silencioso que controlaba cada movimiento. Su presencia me envolvía, intensa y absoluta, y por un instante todo lo demás desapareció: la clase, el castigo, la injusticia. Solo él existía frente a mí.

—Eso es exactamente lo que debe hacer, Lisa —dijo, con voz firme, casi un susurro que se sentía como un mandato imposible de ignorar—. Obedezca y mantenga la distancia con él. Si no lo hace, habrá consecuencias más severas.

Mi corazón se agitó. No podía dejar de mirarlo, cada palabra suya retumbando en mi pecho. Su control sobre la situación, su autoridad, la manera en que me hablaba y me ordenaba… todo me hacía sentir atrapada, pero a la vez despierta de una forma que no podía explicar.

—No puedo simplemente obedecer reglas que parecen arbitrarias —dije, intentando mantener mi voz firme—. No entiendo por qué tengo que…

—Porque yo lo digo —interrumpió, con un leve tenso en la mandíbula y los hombros—. Y eso es suficiente, Lisa.

Me mordí el labio, incapaz de replicar, mientras mi enojo chocaba con algo más profundo dentro de mí. Sus palabras no eran solo autoridad; eran una advertencia, un límite que me imponía y que, de alguna manera, me atraía y repelía al mismo tiempo.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Su respiración era tranquila, contenida, pero yo podía sentir la tensión en cada fibra de su cuerpo. Todo en él decía que estaba luchando para mantener el control, que algo en mí le provocaba emociones que debía ocultar.

Intenté hablar de nuevo, buscando defenderme:

—No entiendo por qué siempre me mira como si… —Me detuve, dándome cuenta de que cualquier palabra que dijera podía delatar lo que yo misma no comprendía—. Como si yo tuviera la culpa de algo que ni siquiera entiendo.

Cristian no apartó la mirada. Su expresión no cambió, pero sus ojos brillaban con un destello que hizo que mi pecho se tensara. Era un enojo contenido, oscuro, peligroso. Un enojo dirigido a mí, pero también hacia sí mismo, como si luchar contra lo que sentía fuera un esfuerzo constante.

—Está bien —dijo finalmente, con voz baja, apenas audible—. Pero recuerde que los límites están ahí para protegerla. Y para proteger la clase.

Me quedé inmóvil, intentando procesar cada palabra. Su proximidad, la intensidad de su mirada, la fuerza de su presencia… todo me mantenía atrapada, sin posibilidad de escape. No había gritos, no había violencia, solo un peso invisible entre nosotros, cargado de autoridad y de algo que aún no podía nombrar.

Sentí que mi respiración se aceleraba. Quise decir algo más, algo que desafiara su control, pero no pude. Sus ojos me decían que cualquier movimiento en falso sería observado, medido, registrado. Y sin embargo, algo dentro de mí quería provocar, quería desafiar, quería ver hasta dónde podía llegar.

Cristian se giró apenas hacia la puerta, su postura rígida, los hombros tensos, como si contuviera una tormenta. Pude ver su enojo, contenido pero intenso, y por primera vez comprendí que no se trataba solo de disciplina. Su frustración estaba dirigida a mí, y a la vez estaba mezclada con algo que no podía nombrar: celos, deseo, protección, todo junto.

Me quedé allí, sentada, consciente de cada latido de su enojo, de la tensión eléctrica que llenaba el aula. No podía moverme, no podía hablar, solo podía observarlo, intentar descifrar la mezcla imposible de autoridad, control y emoción que emanaba.

Y mientras la luz del atardecer se desvanecía, su enojo seguía allí, tangible, silencioso, dominando el espacio y recordándome que no había manera de ignorarlo, ni de escapar de su mirada.

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